Dionisio en Roma

Era principios de septiembre de 2012, el verano se aproximaba a su fase final en los países del norte. No así se percibía en Roma pues su temperatura rosaba los 38ºC; el sol parecía abrasar y dilatar todo allí. La paleta de colores se asemejaba por instantes a pinturas de Renoir o Monet; meditaba Jacobo. Sin embargo, un pensamiento fugaz lo ponía en guardia, pues la capital italiana no tenía ninguna relación con estos pintores. Pannini le pareció una mejor referenciación visual para sus ideas de asociación, no obstante había algo que lo remitía  a los impresionistas. De golpe, se dio cuenta que no observaba la ciudad sino su atardecer, era justamente ello lo que le permitía la contemplación, Roma le parecía burda como Pannini.

A eso de las 19:38, el avión que procedía de Stratford, sobrevolaba cientos de techos anaranjados de baja altura que se apretujaban en una retícula urbana bastante disfuncional, propia de las ciudades que tienen aún algo de historia. La fila de migración del aeropuerto Ciampino se dividía en dos; pasaportes de la Unión Europea y los demás. Jacobo inmediatamente se formó en la segunda fila, diez minutos después su pasaporte fue sellado sin novedad alguna. Una vez había logrado encontrar su camino hacia la salida del aeropuerto, tuvo la extraña sensación de sentirse en casa, – pese a que el italiano no era su idioma nativo y no sabía hablarlo –  la gente gritando para comunicarse, gesticulado con exageración; riendo y el bochorno lo hicieron sentir así.

El día iba acabando y los alrededores del Termini estaban abarrotados de turistas y nativos que se hacinaban en una orgía callejera. Logró encontrar el interior que llevaba al tren urbano y tomó la línea azul con dirección a Laurentina, el exceso de personas en el vagón le depararon como sitio de viaje la puerta de entrada y salida de pasajeros. Mientras avanzaban, por su mente pasaba la escena de la miserable y harapienta gitana que jaló su camisa para reclamar unas cuantas monedas, examinaba la conducta y un zalamero y absurdo sentimiento de culpa juzgaba su actuar, pues en dicho instante se negó a ello.

Las puertas del tren se abrieron en la estación Colosseo, la estampida de personas lo hizo reaccionar, una vez en la superficie, tomó su celular y gastó largo tiempo tratando de ubicar el hotel que previamente lo aguardaba. En un inglés rudimentario y con un acento de algún país del sudeste asiático, el recepcionista preguntó mecánicamente:

  • Your passport please

Jacobo simplemente extendió su brazo con este.

  • ¿Boliviano?
  • No
  • Pregunto, por que trabajé como contrabandista en la frontera entre Bolivia y Argentina, allí era comunes los brazaletes que tiene en su brazo derecho.

Jacobo simplemente negó con su cabeza, recibió las llaves y sin más se dirigió a su habitación. Mientras caminaba por los largos corredores de la vieja casona, pensaba en la escena tan surreal que acaba de vivir y se preguntaba ¿cómo un ex contrabandista que trabajaba en Bolivia, ahora atendía en la sencilla recepción de un hotel en Roma? ¿cómo alguien enseñado a intrigas y malicias había pasado por alto constatar la nacionalidad que reseñaba el pasaporte? La puerta de su habitación yacía en frente, la abrió, se descalzó y se abalanzó sobre la cama, entrando al poco tiempo en un profundo transe.

A eso de las 9:00 am se despertó y se organizó para buscar un sitio en el cual pudiera desayunar, en su camino hacia el exterior del hotel, le pareció ver en la recepción a una mujer de baja estatura y con rasgos similares al del recepcionista de la noche anterior – trato de pasar por allí sin ser percibido – sintió algo de alivio al no verle allí, le desagradaba la idea de tener que saludar a aquel que lo atendió la noche anterior. Apresuró el paso y el claro de luz matutino que se vislumbraba le pareció maravilloso.

Tras pasar rápidamente el sector de Capitelli se dirigió hacia el Trastevere al costado occidental del río Tíber. A Jacobo le gustaba ese aire bohemio  que se respiraba en aquel lugar. Merodeó por varios cafés, hasta que finalmente encontró uno que se acomodaba a sus expectativas; pequeño y sencillo pero también pretensioso y esnobista. Pidió unas tostadas acompañadas con un ristretto.  La soledad con la que hacia este viaje le permitía tener bastante libertad, libertad que por momentos le parecía abrumadora; propias de mentes  esclavas y débiles como las de su tiempo ¿qué debo hacer después de terminar acá? ¿debo planear hacer algo? ¿qué opciones tengo? ¿debería ir allí? Etc – preguntas sin sentido alguno, inconfundibles y distintivas de mentecatos –. Una vez terminó de comer, se paró de la mesa, pagó y se marchó de aquel lugar.

En el distrito de San Lorenzo ubicado al oeste de Roma; entre talleres de artistas mediocres, calles sucias, putas, putos, jibaros, drogadictos y estudiantes se encuentra “Litigioso”, uno de los tantos bares que pueblan  este edén de placeres y excesos.  Renato vivía a dos manzanas de allí, en un loft emplazado en una antigua fábrica siderúrgica que  fue parcialmente destruida tras los bombardeos en la segunda guerra mundial, y ahora había sido restaurada y adecuada para uso residencial. Allí mismo se encontraba su taller en el cual empleaba largas horas trabajando con chatarra y materiales reciclados de todo tipo. Su trabajo era mediocre y él lo asumía así; no había ninguna resistencia existencial hacia este hecho.

Su pequeña laminadora hacia un ruido tremendo, Renato trabajaba y pulía  su última obra que conceptualmente la había basado en la deconstrucción artística del concepto de Modigliani, realmente la escultura en la que trabajaba no tenía nada de Modigliani y él lo sabía bien, su real intención era conseguir unos cuantos euros que le permitieran seguir su sórdida y bien aventurada vida.

Era sábado en la noche y Rocco  se alistaba para salir a vender sus bien reputadas anfetaminas y metanfetaminas en la calle Lanusei donde se encontraba ubicado “Litigio”. Renato por su parte, se encontraba acicalando frente a su pequeño espejo de baño; un delineador  negro hacia contrastar sus bellos ojos color oliva, el rímel en sus pestañas le conferían un expresión andrógina, que a su vez contrastaban con sus facciones pronunciadamente mediterráneas; grandes labios pintados de negro que se oponían a su barba castaña, los grandes aros de plata iban acompañados de un quepis de cuero negro y pese a los 25°C que marcaba el termómetro llevaba puesto un vistoso abrigo de piel que lo dotaban de un ánimo sucio y festivo. Hizo varias muecas frente al espejo y finalmente sonrió a sí mismo. Se dirigió hacia su cocina y separó tres delgadas líneas de cocaína que aspiró al instante, antes de salir a la faena, buscó las pastillas de MDMA que había comprado a Rocco la noche anterior.

Jacobo se encontraba haciendo la fila de entrada a “Litigio”. Renato estaba al costado izquierdo del club, su estado era de un trance profundo y ritual, los sonidos sintéticos y luces laser que iluminaban el vacío facilitaba la preparación corporal y mental para el ceremonioso rito de sincretismo a que los estímulos físicos llamaban. A Jacobo le llamó la atención ver de nuevo al recepcionista deambulando con un compañero – Rocco –  entre las personas que realizaban la fila. Él era un tipo bastante excéntrico, extrovertido y casi siempre empalagoso, al ver a Jacobo gritó:

  • Ciao Boliviano!

El grito lo tomó por sorpresa, ambos se acercaron a este. Visiblemente descompuesto trató de llevar la conversación, pero su cercanía a la entrada le permitió tener una excusa válida para huir de estos, finalmente se encontraba adentro de “Litigioso”.

Eran las 10:00 am y los rayos de sol golpeaban de frente el rostro de Jacobo, apenas pudo entreabrir sus ojos, la fuerza de la luz los cegó momentáneamente. Paulatinamente empezó a reconocer en frente suyo unos grandes vitrales industriales que presidian un gran estudio de arte. Dio una vuelta en la cama y pudo distinguir los cuerpos de dos desconocidos que aún seguían durmiendo profundamente; Renato y Rocco.

Jacobó se levantó un poco perturbado, camino por el loft buscando su ropa, se visitó rápidamente y se dirigió sigilosamente hacia la salida del lugar. Sus vagos recuerdos estaban cifrados por destellos que a su juicio eran grandes excesos. Empezó a caminar y tomó un bus sin siquiera mirar su destino, tras quince minutos en este pudo avizorar lo que le parecía el río Tíber, más tranquilo por la familiaridad del paisaje se bajó cerca de este y una vez había alcanzado la alameda del milenario río, lo observó íntimamente, como aquellos viejos amigos que se encuentran al mucho tiempo. En el reflejo del cauce le pareció ver las siluetas de Dionisio, Antínoo, Adriano y Nerón. Sonrió mirándolos, se sintió vital, todo era vívidamente intenso.

Daniel Marín Salazar

Sin información biográfica

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