Dictaura y transición

HACIA LA VENEZUELA LIBERAL

¿Quién, cómo y cuándo cortará el nudo gordiano que nos encadena a la Cuba castrista, nos ancla al pasado militarista y nos aferra a nuestro sargazo de miseria, caudillismo, prejuicios, taras y fijaciones? Es el problema que yace bajo la decisión de abrirle paso a la transición: aspirar a un cambio de sociedad, a un cambio de país. Chile, gracias a la suma de los 17 años de dictadura de Augusto Pinochet, los veinte de la Concertación Democrática y los dos períodos de gobierno de Sebastián Piñera, debidamente asumidos y metabolizados, ha ingresado de facto al Primer Mundo.

Antonio Sánchez García @sangarccs

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Suelen citarse los casos de España y Chile para hacer referencia a procesos transicionales de regímenes dictatoriales a regímenes democráticos. Deudores todos, por cierto, de la transición liderada por el llamado Pacto de Punto Fijo, que las antecediera y sirviera de ejemplo y modelo. Se suele obviar, al respecto, la naturaleza de las dictaduras correspondientes: ni la venezolana del general Marcos Pérez Jiménez y sus diez años de desarrollismo, ni la española, de Francisco Franco Bahamonde y su Movimiento Nacional, que pusiera a España, gracias a la llamada «industria sin chimeneas» a la altura del desarrollo europeo, ni la de Augusto Pinochet y las Fuerzas Armadas chilenas, que sacara a Chile de su crisis estructural y lo enrumbara por el más importante proceso de modernización de su historia, eran dictaduras comparables a la de Hugo Chávez y Nicolás Maduro. Muchísimo menos a la de Fidel Castro, modelo y sujeto propiciatorio de la dictadura propiamente castro comunista venezolana.

Tal como lo hemos señalado reiteradamente en el caso de la dictadura de Augusto Pinochet, las Fuerzas Armadas y el establecimiento institucional chileno, en análisis comparativos con la dictadura castro comunista cubana, en dichas dictaduras se trataba de regímenes esencialmente antagónicos en propósitos y tareas al que ha terminado estableciéndose a sangre y fuego en Venezuela: las motivó la necesidad de impedir la instauración de un régimen marxista totalitario y preservar las tradiciones históricas liberales. Eran, en suma, dictaduras anticomunistas, antitotalitarias, restauradoras. Como la que recomendaba Juan Donoso Cortés a mediados del siglo XIX para salvar la sociedad, cualquiera ella fuese: «Cuando la legalidad basta para salvar la sociedad, la legalidad; cuando no basta, la dictadura.»

Esa característica permitió que en dichos casos, para iniciar el proceso de transición, se pudiera contar con la institucionalidad defendida y consolidada por sus dictadores, liberándolas de las condiciones de fuerza que les fueran impuestas para garantizar su sobrevivencia. Y lo que era aún más importante: contando con una sociedad pacificada, disciplinada y adherida a los principios de legalidad, «por la razón o la fuerza», como reza el escudo nacional de Chile, base para la recomposición de los hábitos y costumbres democráticas, una vez enfrentadas y resueltas las graves consecuencias jurídicas y políticas de las violaciones concomitantes al práctico estado de guerra que condicionara su emergencia y desarrollo. Todo lo cual, sumado al pleno desarrollo de las fuerzas económicas y la prosperidad alcanzada, facilitó dichos procesos. Es más, como en todos los casos mencionados: fueron las mismas fuerzas dictatoriales las que, sumadas a sus respectivas oposiciones, llevaron a cabo el proceso transicional. En el caso español, el neo franquismo del propio movimiento, sumado a las fuerzas liberales, socialistas e incluso comunistas. Fue el proceso llevado a cabo por Manuel Fraga Iribarne y Adolfo Suárez, surgidos del movimiento franquista; Felipe González, por los socialistas españoles; y Santiago Carrillo, por los comunistas. Un proceso de amplio acuerdo nacional inserto en el marco de garantías ofrecidas por la corona española, en manos del joven rey Don Juan Carlos, puesto en su cargo, con asombrosa clarividencia, por el propio dictador, para garantizar la sobrevivencia de la sociedad española. Ni la dictadura ni su superación se debieron a factores externos, como el de la injerencia cubana en el caso venezolano. No fueron procesos contra natura impuestos por la fuerza y el engaño; fueron procesos acordes con las necesidades históricas de las respectivas sociedades.

En el caso chileno, la transición estuvo desde un comienzo en manos de las propias fuerzas armadas: luego de perder el plebiscito y aceptar sus resultados, la Junta de Gobierno se hizo cargo de seguir gobernando y preparar las condiciones para el desarrollo de las elecciones, plenamente transparentes y democráticas, que culminaron en la elección de Patricio Aylwin al frente de la llamada Concertación Nacional, en la que confluyeron todos los partidos opositores, con excepción de comunistas y marxistas radicales, que jamás renunciaron a la lucha armada. Los subsiguientes veinte años de gobierno en manos de los partidos democráticos bajo el acuerdo de la Concertación fueron muchísimo más que una transición: fueron la instauración de un régimen liberal democrático exitoso, que, sin colidir con los principios constitucionales, jurídicos y económicos de la Junta de Gobierno, a los que respetó, permitió el crecimiento exponencial de la economía chilena, cuyo PIB fuera llevado por el primer gobierno de Sebastián Piñera hasta los $ 20.000.00 y que hoy, al comienzo de su segundo mandato, se aproxima a los $ 25.000.00. Cercano al de Portugal y España, aunque levemente inferior al de Italia.

Chile, gracias a la suma de los 17 años de dictadura, los veinte de la Concertación Democrática y los dos períodos de gobierno de Sebastián Piñera, en perfecta concordia, ha ingresado de facto al Primer Mundo. Como lo estarían Cuba y Venezuela, si no se hubieran tropezado con el criminal obstáculo del castro comunismo. Aún ahora decidido a desatar una guerra continental antes que permitir la liberación de sus satrapías nicaragüense y venezolana y perder el espacio conquistado en Tierra Firme. 5.000 mercenarios armados hasta los dientes acaban de ocupar Fuerte Tiuna, en Caracas, para sumarse y controlar a los ejércitos venezolanos en su opresión al pueblo venezolano que lucha por su liberación. Es de suponer el esfuerzo que estará haciendo la tiranía cubana por impedir la caída del régimen de Daniel Ortega.

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El caso venezolano, de buscar precedentes, debiera encontrarse en las dictaduras satélites de la Unión Soviética, liberadas al cabo del derrumbe de la URSS, pero ellas tampoco corresponden al caso concreto de una dictadura militar impuesta sobre un país devastado, utilizada como satrapía subordinada a los intereses de una tiranía, como la cubana, y obligada a contribuir a su sobrevivencia. No existe en la dictadura venezolana lo que existió en los casos de España y Chile: la voluntad de los propios detentores de la dictadura por hacerse a un lado e incluso sumarse a las nuevas fuerzas políticas en la construcción de una democracia moderna, próspera y progresista. De modo que la transición de la que pudiere hablarse en el caso venezolano, dependería, fundamentalmente, de un poderoso movimiento social, de corte insurreccional sostenido por la unidad del conjunto de las fuerzas opositoras, como los ha habido en 2014 y ejemplarmente en 2017, movimiento que, conjuntamente con la acción solidaria de fuerzas externas, fuera capaz de ponerle fin al régimen, cortar el cordón umbilical que ata Venezuela a la voracidad insaciable de la Cuba que la controla y modificara drásticamente las relaciones de Poder en el Caribe. Para lo cual incluso se hace perentorio, así como acabar con la dictadura de Nicolás Maduro, hacerlo asimismo con la de Daniel Ortega. Y abrir un nuevo ciclo político de paz, concordia y prosperidad en nuestra región.

Es obvio que dicha intervención escapa a la capacidad de acción de las  fuerzas políticas democráticas de Venezuela y Nicaragua. Sólo es imaginable la transición, tras la suma exitosa de un poderoso movimiento insurgente nacional combinado con la intervención definitoria de un poder extranjero o de una alianza de países del hemisferio decididos a restablecer el imperio de la Constitución y la Ley bajo los parámetros de una democracia liberal. ¿Será posible sin incluir a Cuba en dicho proceso de liberación? ¿Será posible sin un cambio en la hegemonía política y cultural del continente, pervertida desde el asalto al poder por el castro comunismo y su influencia sobre las izquierdas marxistas? ¿O Cuba será el tumor canceroso adherido a nuestra región como una maldición endémica, inmodificable, eterna? Sobran los ejemplos en contrario, comenzando por la propia Unión Soviética, que después de dominar la mitad del planeta sucumbiera sin dejar ni sus cenizas.

Es altamente improbable que los Estados Unidos acepten y decidan intervenir bajo dichos términos en la resolución de la crisis mencionada. A pesar de sobrarle los medios para lograrlo sin siquiera proceder a una intervención militar directa. Cuando Donald Trump asomó la posibilidad de una intervención militar, sin siquiera especificar su naturaleza, Rex Tillerson se opuso aludiendo a la eventual reacción del nacionalismo antiimperialista y antinorteamericano que subyace a la conciencia política de la región. Patológicamente enferma de populismo y tradicionalmente renuente a intervenciones foráneas, así acepte la del castro comunismo cubano, «por tratarse de un trapo sucio lavable en familia». Una tara responsable, en gran medida, del populismo retrógrado y retardatario que América Latina arrastra desde su malhadado proceso independentista. Consistente en el círculo vicioso de estatismo, estatolatría y populismo que ha anclado a la región en sus taras antiimperialistas ancestrales y le ha impedido asumir el individualismo, el emprendimiento, la propiedad privada y el libre mercado de una sociedad abierta. Una contradicción demoníaca que empuja a los latinoamericanos a anhelar alcanzar el sueño americano, pero en los Estados Unidos, no en sus países. Prefiriendo escapar hacia los Estados Unidos que luchar en sus propias sociedades por imponer políticas liberales. También Venezuela adolece de esta demoníaca contradicción. Las fuerzas opositoras, amén de ser mayoritariamente populistas y socializantes, prefieren hundirse orgullosamente en la miseria que ser auxiliadas por los Estados Unidos. Como fuera el caso cuando el trágico deslave de Vargas.

¿Quién, cómo y cuándo cortará el nudo gordiano que nos ancla al pasado y nos encadena a nuestro sargazo de prejuicios, taras y fijaciones? Es el problema que yace bajo la decisión de abrirle paso a la transición. No sólo liberarse de la dictadura sino atreverse a otear otro futuro.

Antonio Sánchez Garcia

Historiador y Filósofo de la Universidad de Chile y la Universidad Libre de Berlín Occidental. Docente en Chile, Venezuela y Alemania. Investigador del Max Planck Institut en Starnberg, Alemania