Dicen que la banda esta borracha

No podría eximirme de escribir algo sobre la acusación que el apóstol Leyva le envía a todas las gentes con copia al Presidente de Colombia en una cartica con ínfulas moralizantes en la que se une a la Tuna de inmaculados opinadores que acusan diariamente al Presidente de Colombia desde antes de que el sol caliente, de ser privadamente drogadicto, depravado, pervertido, corrompido, degenerado, perverso, disoluto, licencioso, sinvergüenza y calavera, y de mezclar sus actuaciones públicas con su crapulosa vida privada.

Con la pericia propia de un fraile taimado, el señor Leyva, laico con casulla, arropa su “carta” con las peculiares buenas intenciones de quienes defienden el mal como un mal necesario, que es la más dúctil y amañada de todas las moralidades. Ladinamente, muestra buena intención por un lado y por el otro exuda dolor por su fracaso como funcionario en el gobierno que hoy crítica y venganza y desagradecimiento contra quien ingenuamente le hizo el mismo milagro que Jesús a Lázaro. Aunque aspiraba a convertir su escritico en juicio moral con tránsito al político, se parece más al epitafio de un resentido y terminará siendo un trinito que engorda la propaganda electoral. No tendrá futuro como escrito moralizante, que era lo que quería el pulquérrimo excanciller, doctrinante a la carta.

Pero, además, y aun corriendo el riesgo de que se me acuse de exculpar al Presidente por ser igual de inmoral o amoral como la manada o de buscar más consuelo que explicación en el defecto de muchos, considero que el efecto moralizante del leyvazo también será muy reducido por el temor a que una cruzada moralista, al estilo de la que realizó el fraile dominico Savonarola a finales del Siglo XV, podría extender las llamas de la inquisición más allá del gobernante actual, talando por incendio el frondoso y oscuro bosque de muchas otras vidas privadas y hasta podría convertir el llano en llamas.

Y es que, contrariamente a lo que discurre en conversaciones cotidianas, entretintos, manteles y negocios y aún en circunspectas academias, en hieráticas juntas directivas, en bendecidos templos y en ovachones consejos de redacción, no se respeta la vida privada porque sea sagrada o cercana a lo divino, sino por todo lo contrario: porque es sacrílega. Mas allá o más acá del liberalísimo principio del libre desarrollo de la personalidad, la vida privada es un entresijo de acciones en el límite difuso y poroso entre lo subjetivo individual y lo intersubjetivo social; en la vida privada se puede hacer todo lo que no está prohibido legalmente -uno de los mejores recaudos de la civilización moral liberal según mi modo de sentir y pensar la vida- y por eso incluye lo íntimo individual y lo íntimo consensuado; pero también se abovedan en ella muchas vergüenzas sociales y no pocos crímenes y delitos.

La vida privada es mucho más que la moral privada. Todos tenemos recónditas y muy poco almidonables historietas con los siete pecadillos capitales (soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza) y alguna aventurilla o peripecia desmadrada; tal vez alguna escapadilla, fumadilla, comidilla, borracherilla, salidilla del clóset o pichadilla informal; y no pocos guardamos en la faltriquera de la conciencia alguna mentirilla, sobornadilla, estafadilla, presioncilla, acosadilla, violencilla o -trágame tierra- muertecilla. Y si la impunidad prospera, la vida privada cumple el feo pero necesario papel de desagüe y alcantarillado de la vida pública.

El aroma de santidad que suele acompañar a la vida privada también expele el olor a huevo podrido del ácido sulfhídrico. La vida privada también es azufrosa. Bajo las sábanas no solamente hay aroma de azahares; también hay ácaros y algún que otro chinche, y por eso son muchos los que temen o tememos que se sacuda la cobija o se desacralice nuestra sacrílega vida privada y muchos, muchísimos, los que ya consideran suficiente con el miedo que producen los crematorios de la Comisión de la verdad histórica y los de la verdad jurídica de la JEP, como para abrir investigaciones sobre la vida privada. Porque si por extensión de lo que se pretende con el presidente actual tuviéramos que renunciar todos al sagrado fuero de impunidad de la vida privada, tanto para lo vergonzoso como para lo punible, habría que hacer una “Comisión de la verdad moral”, mucho menos regulada, de la cual sólo cabría esperar como resultado que todos termináramos matándonos a pedradas. Podrían pasar por esa comisión no solamente gente del común sino también adalides políticos, gentes de Forbes, de farándula, de sotana y charretera que tendrían que ventilar su cuarto de chucherías morales.

Pero es que además esas acusaciones de la cartica de Leyva y de la Tuna celestial tienen dudosa legitimidad de origen, porque se hacen desde una presupuesta neutralidad ideológica y desde una superioridad moral autojustificada. Nada raro si tenemos en cuenta que la hacen o las mandan a hacer políticos en “trance” electoral o en “viaje” político, estratosférico, levitante, poco menos que sobrenatural. Y ese trance, del que Petro también es viajero porque es político profesional -justo es reconocerlo-, es el producto de la más inveterada, irresistible e insuperable de todas las adicciones que es la codicia del poder, cuya excepcionalidad es que excita, hasta más allá de los extremos, los afectos, desafectos, las pasiones, el amor de sí y el mundo autopoiético. El político en trance electoral tiene por estado natural el amor propio, la vigilia febril, el insomnio irredento y la avidez eterna y absoluta. Descansa cuando está a mediacaña. La crisis sostenida y sostenible, es su aliciente porque sin crisis no hay política ni políticos; mientras más se exacerbe la crisis, real o ficticiamente, más éxito tendrá el político, más natural será su trance, su viaje, su honguiza. Algunos, por ejemplo los que se pican de Savonarola, no necesitan más pepas o brebajes que los que se destilan de la crisis.

Y esta cartica de Leyva es travesura de ese trance; es una pieza política. No una pieza moral. Está hecha para crear crisis y no para solucionarlas. Por eso me atrevo a asegurar que la crítica a la moral privada del presidente y los intentos de mezclarla con sus actuaciones públicas no lo rebaja moralmente, sino que apenas lo iguala a la media moral de sus colegas.  Y no es consuelo ni justificación, es descripción.

Por lo demás, de acuerdo con las evidencias estadísticas cotejadas por organismos gubernamentales y no gubernamentales de probada certificación nacional e internacional a la vista de todos, no veo yo que el país en el gobierno Petro esté más borracho de lo que ha estado en otros carnavales. Y siendo demasiado indulgente con Leyva y con la Tuna puedo conceder que tampoco lo veo menos borracho. Es decir, ni mejor, para infortunio de mis querencias y expectativas, ni peor para satisfacción de otros.

Algunas de las acusaciones en mención podrían probarse como falsas o verdaderas en algún grado si se apelara a la certidumbre propia de la verdad jurídica, tarea en la que puede ser de gran valor el hecho de que el mismo sujeto acusado, Petro, es compinche, porque por ingenuidad o por maliciosa e intencionada estrategia ayuda a contornear las circunstancias para que las diatribas sean creíbles. Y ahí sí, hay que decirlo, de probarse habría que contrastar el daño que la vida privada crapulosa y que la droga de la codicia por el poder, le han hecho a la vida pública, pero desde hace tiempos y no solo durante este gobierno.

Por último, Leyva el moralista de la semana, es veterano notario informal de las putañerías de las élites colombianas; sabe de ellas; sabe cómo usarlas. Petro debería haber sabido de eso. Por eso el gran error de Petro con Leyva es haberlo invitado y después de invitarlo no haberlo contenido. Olvidó que un godo inveterado y con presbicia política carga barbera y bolsa en la sotana y ve todo a través de culos de botella que agrandan la imagen sin quitarle lo borroso.

Fabio Humberto Giraldo Jiménez

Profesor de Ciencias políticas de la Universidad de Antioquia, Medellín Colombia. Ejercí, además, como Director del Instituto de Estudios Políticos (5 años) y como Director general de Posgrados (5 años) de la misma universidad. Como profesor jubilado dicto actualmente una cátedra sobre opinión política y me dedico casi exclusivamente a la lectura y a la escritura de textos de opinión.

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