“Abunda, aún en los barrios más tranquilos y pinchados, una violencia contenida esperando explotar, una lógica de la retaliación que espera por el siguiente ladronzuelo para despedazarlo y quemar sus restos”.
Escaramuza es una palabra bastante sonora y peculiar, mi yo de once años asumió que hacía referencia a alguna especie de roedor pequeño. Así como las palabras comadreja y zarigüeya, la sonoridad de escaramuza solo pudo remitir mi imaginación hacia escondites oscuros donde un animal solitario aguardaba por la llegada de la noche para salir a robar comida de las alacenas mal cerradas y echar sus garras sobre insectos desprevenidos. Luego, ya entrado en la vida adulta, me enteré de que la escaramuza hace referencia a un combate violento, desorganizado, breve y poco decisivo para la naturaleza del conflicto general del que se gesta.
Hace días, cuando regresaba de mis labores de poeta de vecindario, me topé con la dantesca escena de un linchamiento público que por poco acaba en ejecución. La muchedumbre se había reunido en torno al joven delincuente, y los hombres -en su mayoría- se turnaban para golpear al individuo con varillas, cascos y otros objetos. La sangre derramada, la hinchazón y las súplicas de llanto gutural del ladronzuelo parecían excitar el odio de sus agresores, quienes respondían a sus palabras con escupitajos, pisotones y nuevos participantes invitados a unirse a la paliza.
No hay palabras para describir el horror tan indigesto que recorrió mi cuerpo cuando logré, de entre la deformidad y la humillación, reconocer el rostro del joven aspirante a delincuente. Se trataba del Santi, hijo de doña Gloria, ahijado de Rodolfo el del taller. Un muchacho que en otras épocas y condiciones habría terminado como una promesa del fútbol, o al menos, como un jugador estrella de los torneos de barrio; no había sido mi amigo, solo un compañero de crianza, un coetáneo que habitaba en el mismo ecosistema de bolis, papitas de cien, juegos de canicas y correteos de los que por accidente rompen una ventana.
“¡Lo van a matar, lo van a matar!” gritó una señora de entre la multitud, casi desmayada y con el rostro desfigurado por el llanto. “¡Pues que lo maten, por rata, un balazo y para el río! ¡Por rata!” respondieron los otros, también a los gritos. La señora se desvaneció y cayó de su propia altura. Los verdugos se mostraron confundidos. La muchedumbre se dividió, se especulaba que la señora estaba infartada o que la sangre que brotaba de su rostro era por un derrame cerebral. El Santi pegó un brinco, y con fuerza sobrehumana se liberó de sus captores, cuando llegó a donde estaba tendida la señora trató de reanimarla mientras gritaba entre lamentos “¡Madrecita! ¡Madrecita! ¡Perdóneme mita! “Por favor perdóneme! ¡Dios mío!” la muchedumbre enmudeció, los hombres ensombrecieron, la jovencita que había sido víctima del robo rompió en llanto. Las comadres se abrieron paso para intentar auxiliar a doña Gloria y El Santi, que escurría más sangre que bata de carnicería.
La escaramuza terminó con los desesperados gritos de la rata. Los índices de inseguridad nunca disminuyeron. La policía hizo presencia, tarde como siempre. Doña Gloria fue internada en el hospital del sur, y allí, cuando recobró el conocimiento, exigió que la pusieran en la cama que estaba al lado de la de su hijo. Mi horror de ver a mis vecinos convertidos en demonios homicidas, el infarto de doña Gloria y la sangre de El Santi me arrebataron el sueño por varios días. Pocos días después me cambié de vecindario, me fui para el norte, más cerca de mi universidad, pero con la certeza de que también abunda, aún en los barrios más tranquilos y pinchados, una violencia contenida esperando explotar, una lógica de la retaliación que espera por el siguiente ladronzuelo para despedazarlo y quemar sus restos.
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