«No te preocupe; tú llegas eta noche a Varadero. ¡ De eso me encargo yo ¡» – Prorrumpió al otro lado del teléfono una voz con acento caribeño que omitía la S en su vertiginosa dicción. Aramís Landa, había sido durante los último diez días un baquiano que me había ayudado a sortear los apuros propios de un reportero bisoño en la soleada ciudad de La Habana. El sábado 30 de marzo del año 2012, en un vuelo de la Aerolínea oficial Cubana de Aviación, un grupo de febriles periodistas latinoamericanos aterrizaban en el aeropuerto Internacional José Martí. Con distintos propósitos y variadas misiones, cada uno tenía un itinerario para sus pesquisas. Como integrante de esa delegación, y desde ese momento, Aramís, me acompañaría en cada meandro de La Habana y orientaría con precisión de cartógrafo cada una de mis búsquedas. Su rigor en el manejo de los horarios en las jornadas de los últimos días, y la demostración plena de un padrinazgo eficaz, me daba la seguridad que la frase que acababa de escuchar era una manifestación inequívoca de certidumbre.
Una confusión en la agenda del conductor asignado para el viaje a Varadero, había desacompasado mi llegada al hall del hotel con la salida del resto de periodistas. Como extraído de un cuadro de Claude Monet, el atardecer Habanero de amarillos crepusculares ahogaba el sol en un mar con esquifes, buques, balsas y barcazas que pendían de nubes negras en la lejanía. La recepcionista, al ver mi rostro aprensivo, me insistía en que me sentara y evitara la fatiga. Mientras el mundo católico celebraba por esos días los rituales propios de la Semana Santa, mi insaciable avidez me había llevado a una cofradía de santería, a varios saraos ( celebraciones ) del folklor Bantú y a una sesión con una sacerdotisa de Ifá de la religión Yoruba. Creyendo firmemente que me encontraba en el último bastión de la quimera marxista, había asistido a varios encuentros de un CDR ( Comités de Defensa de la Revolución) en la Habana Vieja, y participado de los debates sobre los desafíos del proletariado contemporáneo y los medios de producción; mientras recordaba que en mi vecindario colombiano, Lenin, era el nombre de la mascota de una vecina.
Luego de un par de horas, que Antonio Skármeta no hubiera dudado en considerar como un compás de ardiente paciencia, en el umbral del hotel asomaba un hombre alto, de aspecto vigoroso y figura atlética, que me llamaba por mis dos nombres y dos apellidos. La reciedumbre de la voz, me hizo creer que se trataba de una persona con entrenamiento castrense. Antonio, con una chaqueta negra ceñida a su torso, evidenciaba en su complexión la frecuencia de su actividad física. Mientras me despedía del botones del hotel, y me aprovisionaba con una botella de agua para el viaje de tres horas, Antonio llevaba mi equipaje hasta el automóvil como si cargara cajetillas de cerillas. La corpulencia del conductor me generaba tranquilidad y confianza.
En alguna de las mansiones de El Vedado, antiguas casas quintas que durante el régimen de Fulgencio Batista servían de lugares de recreo para algunos millonarios de Estados Unidos, uno de mis colegas asistía a un encuentro con un miembro de la delegación de las FARC. El proceso de paz entre la guerrilla más longeva del mundo y el gobierno colombiano, según rumores y datos extraoficiales, atravesaba un revés. A hurtadillas, un fotógrafo de una agencia internacional de noticias me había contado que el intervalo tenso que vivían las negociaciones había hecho necesaria la presencia de Enrique Santos Calderón y Rodrigo Londoño Echeverri. La soporífera y prolongada espera, dos días antes, de una entrevista con Roberto Fernández Retamar en un húmedo salón de Casa de Las Américas, me había revelado los entresijos de la apesadumbrada oficialidad cultural Cubana.
Camino a Varadero, y luego de culminar la lectura de un ejemplar de la revista El Caimán Barbudo, Antonio me indagaba con una admirable presteza. Con frases elocuentes y precisas, conducía con tacto la conversación al tiempo que advertía mi cambio de rol : el conductor interrogaba a un timorato reportero. Justo después de enterarlo de mi oficio, de la guantera del carro sacaba un libro titulado Espacio y tiempo en la filosofía y la física, escrito por el hijo mayor del líder de la revolución Cubana, Fidel Castro Díaz Balart. Físico nuclear formado en la Universidad Estatal de Moscú y doctor en ciencias físicas y matemáticas del Instituto de Energía Atómica I. V. Kurchatov, el hijo del presidente cubano, había convertido a Antonio en su hombre de confianza. Por su formación militar y firme convicción ideológica, se había granjeado la simpatía del primogénito de Fidel Castro, desde que lo conoció, cuando Antonio era un alférez en la academia militar y su carrera se avizoraba predecible y rutinaria.
Por ser el responsable de las políticas científicas de la isla durante el periodo de esplendor de la Revolución Cubana, y durante la agudización de la crisis energética en los años 90, Antonio me relataba que quien había sido su jefe por una década, era un hombre turbado que debía sortear consuetudinariamente periodos de depresión. De una disciplina draconiana, el tiempo le alcanzaba para escribir libros de divulgación científica, coordinar la labor operativa de 147 centrales hidroeléctricas, liderar misiones explorativas en países aliados, estar al tanto de los avances en los modelos de generación de energías, divertirse formulando problemas algorítmicos insolubles y ser padre de tres hijos que no perdía de vista a ninguna hora del día y a los que seguía con una devoción monacal. Siempre circunspecto, en su mano nunca faltaba la libreta de apuntes y una colección de bolígrafos para demarcar los compromisos de su profusa actividad. Sabiéndome el depositario de unas revelaciones insospechadas, escuché durante el resto del viaje la entretenida narración de Antonio como si se tratara de una novela policiaca en la que cualquier cabo era una pieza angular de la trama.
En el último trayecto de la ruta, la brisa del mar ponía en volandas mi cabello y los hoteles de Varadero aparecían en el parabrisas del carro como un circuito de luces titilantes en la penumbra. Antonio intercalaba su relato con impresiones del paisaje, preguntas sobre el recorrido, consabidas recomendaciones y frases de cortesía que anticipaban lo que vería en los próximos días. Minutos antes de llegar al parqueadero del hotel en Varadero, me dio el aval necesario para convertir en historia su testimonio : «Con lo que te acabo de contar tienes material para que escribas algo».
Han pasado ocho años de aquel viaje a Cuba. Durante este tiempo, se firmó el armisticio que trajo a la vida civil a la guerrilla que negociaba con el gobierno colombiano; el Buró Político del partido comunista Cubano ha ungido un nuevo mandatario; la isla ha sido visitada por un Papa y un presidente demócrata de Estados Unidos. Pero también Fidel Castro, padre, y Fidel Castro Díaz Balart, el hijo, han fallecido. Este último se suicidó el 1 de febrero del 2018. Los obituarios de la agencia de noticias Prensa Latina y el periódico Granma, registraron en su momento la desaparición de «Fidelito», enfatizando en la pérdida irreparable que sufría la isla por tratarse de un discreto pero decisivo baluarte de la ciencia Cubana. Y quizás, el último creyente de la utopía de su padre.