¿Democratizar la justicia o politizarla? México y Bolivia ante el espejo judicial.

El próximo 1 de junio de 2025 marcará un parteaguas en la historia constitucional mexicana: por primera vez, la ciudadanía elegirá de forma directa a jueces, magistrados y ministros del Poder Judicial, incluyendo a nueve integrantes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN). Se trata de una reforma estructural, sin precedentes en el país, que busca modificar las bases del funcionamiento judicial en nombre de la legitimidad democrática.

Esta medida no es una ocurrencia aislada. En América Latina, solo Bolivia había emprendido una ruta similar desde 2011, cuando instauró la elección directa de sus autoridades judiciales superiores. A pesar de los cuestionamientos que ha enfrentado ese modelo —como el alto ausentismo, la anulación masiva de votos o la subordinación política de los elegidos—, sigue siendo una referencia obligada para entender los dilemas, alcances y límites de una democracia que aspira a ser más participativa.

La apuesta democratizadora

Desde las Ciencias Sociales, esta reforma puede ser vista como un intento por responder a una de las crisis más hondas de la democracia representativa contemporánea: la desconexión entre instituciones judiciales y ciudadanía. El Poder Judicial ha sido históricamente una de las ramas más opacas, elitistas y menos fiscalizadas por el electorado. Su diseño, pensado para garantizar independencia, ha terminado por producir cuerpos que muchas veces operan como “repúblicas dentro de la república”, inmunes a la crítica y ajenos a la realidad cotidiana.

En este contexto, elegir a jueces por voto popular puede ofrecer ciertas bondades, entre las que destacan:

  • Legitimidad democrática al romper con la lógica de cooptación entre élites y someter al Poder Judicial al escrutinio popular.
  • Rendición de cuentas que incentive a los jueces a responder a las demandas sociales sin perder de vista su papel constitucional.
  • Mayor visibilidad institucional, que acerque a la ciudadanía al conocimiento y vigilancia del quehacer judicial.
  • Diversidad de perfiles, si se acompaña de mecanismos adecuados de selección que valoren trayectorias distintas a las tradicionales.
  • Reconfiguración del vínculo representación–justicia, como respuesta a la demanda de una democracia más receptiva y cercana.

…Pero no sin riesgos

No obstante, sería ingenuo pensar que esta apertura garantiza por sí sola una justicia más independiente, eficiente o cercana al pueblo. La experiencia comparada —especialmente en el caso boliviano— ha dejado claro que la elección popular de autoridades judiciales, sin controles adecuados y sin un diseño institucional robusto, puede terminar minando justamente los principios que busca fortalecer.

Uno de los riesgos más evidentes es la politización del proceso. Cuando los jueces deben participar en elecciones, incluso si lo hacen sin banderas partidistas visibles, los incentivos para complacer a actores políticos, religiosos o corporativos se multiplican. En Bolivia, por ejemplo, los procesos electorales han estado precedidos de fuertes campañas de descrédito, manipulación del voto y uso clientelar de las candidaturas judiciales. Lejos de consolidar la autonomía del Poder Judicial, el resultado ha sido una justicia más débil, expuesta a los vaivenes del poder político de turno.

A esto se suma un segundo dilema más profundo y estructural: el conflicto entre tecnicismo jurídico y lógica electoral. El diseño constitucional tradicional se basa en el principio de que los jueces, especialmente los de corte constitucional, deben actuar como contrapesos del poder, proteger los derechos fundamentales —incluso frente a las mayorías— y resolver controversias con base en principios jurídicos, no en popularidad. Al someter estos cargos al voto popular, se corre el riesgo de que los criterios técnicos sean desplazados por atributos como carisma o fama mediática, cualidades que poco tienen que ver con la función jurisdiccional.

Cabe preguntarse: ¿puede un electorado general, sin formación jurídica especializada, distinguir entre una jueza con trayectoria, criterio y solvencia profesional, y un personaje conocido por sus vínculos políticos, religiosos o su celebridad en redes sociales? ¿Y cómo evitar que las campañas judiciales se transformen en concursos de marketing, donde lo que importa no es el conocimiento del derecho, sino la capacidad de movilizar simpatías emocionales o sectoriales?

El dilema de fondo

Lo que está en juego con la elección popular de jueces no es sólo un cambio en las reglas de designación; es, en realidad, una oportunidad —y también un riesgo— para redefinir cómo concebimos la democracia en el siglo XXI. En un momento en que las democracias representativas atraviesan una crisis de confianza y legitimidad, la reforma al Poder Judicial en México se inserta en una transformación más amplia que busca reconectar a las instituciones con la ciudadanía, no sólo mediante el voto, sino a través de nuevas formas de rendición de cuentas y participación.

Esta propuesta se inscribe en el funcionamiento que Bernard Manin denominó una democracia de audiencia: una democracia más mediática, más personalizada, más exigente con sus representantes. En ese marco, permitir que el pueblo elija a sus jueces puede interpretarse como una forma de responder a la desconexión entre los agentes del poder y sus principales.

Pero esta reconexión no puede ser superficial ni demagógica. Votar no basta si no se establecen reglas claras, filtros profesionales y mecanismos autónomos de control. Sin estos elementos, la elección popular corre el riesgo de abrir la puerta a la captura del poder judicial por intereses particulares, debilitando su función contramayoritaria y su capacidad de hacer justicia.

México no puede ignorar los aprendizajes del caso boliviano. Democratizar el acceso a la justicia, sí; pero con garantías. Más participación, sí; pero acompañada de responsabilidad institucional. El verdadero desafío consiste en lograr que esta reforma no erosione el equilibrio entre legitimidad y autonomía judicial, sino que siente las bases para una justicia más abierta, más vigilada por la sociedad, pero también más fuerte frente a las presiones políticas.

Este proceso, con todas sus complejidades, abre una puerta para repensar el funcionamiento democrático en la región. No se trata solo de innovar en las formas, sino de reconstruir el fondo: instituciones que respondan al pueblo sin subordinarse al capricho de la mayoría ni al poder del momento. La elección judicial no es el fin, sino un punto de partida para discutir cómo construir una democracia más densa, más justa y consciente de sus propios límites.

Luis Daniel Luna Chavarría

Politólogo por la UNAM y Maestro en Ciencias Sociales por FLACSO México. Mis líneas de investigación son el comportamiento político, opinión pública y la democracia representativa.

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