En el maravilloso libro El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo de Irene Vallejo, la escritora muestra cómo el pergamino empezó a competir con el antiguo papiro. Describe con mucho detalle el proceso que convertía la piel de ciertos animales en libros que le arrebataban las palabras al tsunami del tiempo, rescatándolas para el presente. En un párrafo que merece ser citado in extenso sostiene: “En solo unas semanas, el ganado podía pasar de la vida en el prado, el establo o la pocilga a convertirse en la página de una biblia. Durante el periodo mejor documentado, la Edad Media, los monasterios compraban pieles de vaca, oveja, cordero, cabra o cerdo, elegidas en vida del animal para poder apreciar la calidad del ejemplar. […] Para pelar y retirar la carne del pergamino, se extendía la piel, tensa como en un tambor, y se raspaba de arriba abajo con gran cuidado utilizando un cuchillo de hoja curva. […] un libro de ciento cincuenta páginas exigiría el sacrificio de entre diez y doce animales”.
Pues bien, este proceso de raspar la carne del cuero, del raspacuero, o también del rascacuero, que en el caso latinoamericano no tiene nada que ver con la evolución del libro, es traído a cuento en el ensayo La evolución del rastacuerismo del poeta nicaraguense Rubén Darío, publicado en 1906. Allí el poeta pone de presente el arte de la simulación entendido como el proceso mediante el cual una persona se muestra como lo que no es, es decir, describe el juego de las apariencias. La palabra rastacuero, entonces, aludía a la manera como ciertas aristocracias latinoamericanas al viajar a Europa regresaban a las nuevas repúblicas simulando formas, modas, vicios, el idioma, la forma de tomar el té, etc., con el fin de descrestar incautos y así escenificarse socialmente como europeos. Esta práctica encajaba muy bien con la costumbre de comprar títulos y con el lavado jurídico de la sangre con que los mestizos o “salto atrás” recienvenidos o advenedizos ascendían socialmente en el siglo XVIII cuando España quería recuperar el lugar perdido frente a las potencias europeas en la lucha por el dominio imperial del mundo.
Pues bien, lo que quedó de esas prácticas fue una república como simulación. La herencia colonial consistente en el mimetismo y la adulación para luchar por favores, prestigio y riquezas, se trasladó a los partidos políticos como bien lo mostró Fernando Guillén Martínez en su magnífico libro El poder político en Colombia de 1979. Esa república señorial simulaba ser una democracia moderna que acogía la expansión democrática e igualitaria de la Revolución Francesa, o las ideas liberales inglesas o el pensamiento constitucional americano. Sin embargo, la apelación a lo que Luis Eduardo Nieto Arteta llamó un constitucionalismo meramente formal enmascaraba las pretensiones de una oligarquía liberal burguesa, en verdad conservadora como anotaba José Luis Romero, a la que no le interesaba la democratización real. Para el caso colombiano, Álvaro Tirado Mejía lo describió magistralmente: “En general la prédica igualitaria de los ideólogos del siglo XIX, encubierta en el concepto de pueblo, se refirió a los ciudadanos ilustrados y con bienes de fortuna, a los iguales entre iguales, pues dentro de la concepción racista que informa el pensamiento político de casi todos los escritores y políticos del siglo XIX, la masa de indígenas, de negros, y mestizos, fue tratada como inferior, abyecta y degradada, apta para ser manejada pero incapaz de decidir su propio destino”.
Por eso, el statu quo sólo podía mantenerse con pequeñas cesiones o concesiones a las viejas clases pardas y con un discurso formal que enmascaraba la realidad. El citado Guillén Martínez lo dice claramente, al aludir a la manera como se encubrían los intereses de la república señorial, mediante “instituciones informales permanentes, disimulándolas bajo aparatos conceptuales extranjeros y aparentemente racionales en términos de la democracia formal o del desarrollo capitalista teórico”. La apariencia de estar al día, conectado con el mundo, con los avances de la era del capital y de la modernidad, hacia fuera, daba la sensación de desarrollo y progreso, mientras ad intra se mantenía la estructura jerárquica, vertical y excluyente adversa al cambio y a la movilidad social de los menos favorecidos. Según Fernando González, eso ya ocurría en la época de Santander, y de Rafael Núñez, quieran eran, a su parecer “rastacueros insignes”.
En Colombia esa singular mentalidad creó, en verdad, un régimen político simulatorio, donde la única realidad es el simulacro por sí mismo, como diría Jean Baudrillard. Es la democracia de escrituras, formal, como fachada. Por eso, en el país han coexistido aspectos incompatibles de la realidad, pero que, por arte de birlibirloque, se presentan en unidad casi armónica: orden y violencia y represión y democracia. Así, se ha configurado una democracia represiva, y un orden violento, que ha logrado mantenerse en ciertos cauces sin que desborde el sistema político y sin que desemboque en una anarquía absoluta. Entre 1910 y 2010 existieron, según Francisco Gutiérrez Sanín en su libro El orangután con sacoleva. Cien años de democracia y represión en Colombia, medio siglo de represión. La Violencia de mediados de siglo, con su dictadura civil incluida, y la violencia insurgente guerrillera y paramilitar, dejaron más de 500.000 muertos y miles de desaparecidos. Por eso Gutiérrez Sanín afirma: “el modo de gobierno de la democracia colombiana implica tener un margen de maniobra sustantivo para poder matar civiles”, sin que esto constituya una guerra abierta contra el pueblo, lo cual traería grandes costos políticos para el régimen político mismo, entre ellos, ante la comunidad internacional.
En ese régimen simulatorio nos encontramos aún. Nos acostumbramos a rasparnos la piel, a quitar la carne, para mostrar una esencia, un hueso, que no tenemos. De esa manera aparentamos civilización, cultura y modernidad. Pero solo la apariencia. Por eso, el régimen democrático colombiano es un sistema simulatorio: instituciones estables que no funcionan y no satisfacen las necesidades para las que fueron creadas, derechos humanos que no se respetan a nivel interno pero que se le exige a otros Estados, meritocracia mediocre, igualdad de oportunidades en realidad clientelistas, proceso de paz como intensificación de la guerra pero que se dice estar cumpliendo ante la comunidad internacional, en fin, la democracia como fachada o el simulacro como única realidad que se valida a sí mismo en una época donde, como decía Borges, “ya no importan los hechos”.
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