“el sueño se pierde cuando dejamos de soñarlo juntos.”
La historia, esa marea perpetua de avances y retrocesos, nos ha dejado momentos de luz en medio de la oscuridad más densa. El siglo XX nos ofreció dos faros éticos entre el caos de la segregación y la opresión: Nelson Mandela y el reverendo Dr. Martin Luther King Jr. Ambos, desde contextos geográficos y culturales distintos —el apartheid sudafricano y la segregación racial en Estados Unidos—, encarnaron una idea universalista de justicia: una en la que la dignidad humana no se define por el color de piel, sino por la igualdad ante la ley, el respeto mutuo y la reconciliación social.
Mandela, tras veintisiete años de prisión, emergió no como un vengador, sino como un estadista de proporciones morales insólitas. Su ascenso a la presidencia de Sudáfrica no devino en una vendetta racial, sino en una plataforma para la reconciliación nacional. King, por su parte, ofreció un mensaje de amor, no de odio; de unidad, no de sectarismo. Su “I Have a Dream” no fue un grito tribal, sino una visión esperanzada en la que hijos de esclavos y dueños de esclavos pudieran sentarse juntos a la mesa de la fraternidad.
Y sin embargo, hoy, ese mensaje se ha diluido, transformado, manipulado hasta volverse irreconocible.
I. De Mandela al tribalismo político
Tras la muerte de Mandela en 2013, Sudáfrica comenzó a desmoronarse bajo el peso de una clase política voraz, corrupta y éticamente desprovista del ethos reconciliador de Madiba. El presidente Cyril Ramaphosa, un antiguo sindicalista devenido en multimillonario, ha sido acusado de tolerar, si no alentar tácitamente, la persecución de granjeros blancos en las zonas rurales de Sudáfrica, muchos de los cuales han sido asesinados o desplazados violentamente. Estas agresiones, aunque invisibilizadas por los medios internacionales, representan una preocupante inversión del ideal de convivencia multirracial que Mandela defendió con tanto sacrificio.
Cuando líderes internacionales como Donald Trump denuncian estos crímenes, la reacción de la élite sudafricana no es introspección, sino cinismo. Sonríen, niegan, y dejan que la sangre se seque bajo la sombra de su poder. No se trata de nostalgia reaccionaria por el pasado colonial, sino de una alerta ética: ¿qué tan lejos se ha llegado del modelo original que Mandela propuso?
II. De King al culto del resentimiento
El caso estadounidense es igualmente perturbador. La lucha por los derechos civiles en los años 60 fue, en gran medida, una epopeya moral guiada por principios cristianos de no violencia, perdón y elevación espiritual. King hablaba del alma americana, no de una raza contra otra. No obstante, en las últimas décadas, lo que comenzó como un movimiento por la dignidad ha mutado en comunidades ideológicas que no buscan integración, sino supremacía simbólica.
El caso más emblemático es el del movimiento Black Lives Matter. Aunque en sus inicios surgió como una protesta legítima contra la violencia policial, rápidamente degeneró en una red amorfa de discursos antagónicos, saqueos, vandalismo, y una retórica que muchas veces invierte la lógica de la igualdad para postular una nueva forma de tribalismo: nosotros contra ellos. Se promueve la idea de una “justicia reparadora” que, en vez de buscar equidad, alimenta una narrativa de odio, victimismo perpetuo y enemistad interétnica.
En nombre de King, se predica lo contrario de King. En nombre de los derechos civiles, se silencia a quienes piensan distinto. La ironía histórica es tan trágica como reveladora.
III. ¿Cómo llegamos aquí?
Lo que vemos es la captura del legado moral por parte de ideologías identitarias cuyo objetivo ya no es la libertad, sino el poder. Una vez que los líderes originales desaparecen, sus palabras quedan a merced de intérpretes poco éticos o ignorantes históricos. La exaltación emocional reemplaza a la sabiduría, y el resentimiento se convierte en capital político.
Ambos movimientos —en Sudáfrica y en Estados Unidos— han sido víctimas de un fenómeno sociológico más profundo: la instrumentalización de la memoria colectiva. En lugar de preservar la visión transformadora de King y Mandela, sus nombres se han convertido en tótems vacíos, en herramientas de manipulación cultural. El discurso se degrada, la historia se distorsiona, y las nuevas generaciones —desconectadas del contexto histórico— terminan adoptando una versión adulterada del pasado.
La demagogia como amenaza universal
Hoy más que nunca, urge un despertar ético e intelectual. La demagogia identitaria —de izquierda o derecha— alimenta la división, la paranoia y la violencia. Los pueblos, al dejarse seducir por discursos simplistas y emocionalmente cargados, terminan erosionando los principios que una vez los elevaron como sociedades libres.
No permitamos que la memoria de Mandela y King sea profanada por quienes usan su nombre para dividir, y no para sanar. Recuperar su mensaje no es un acto nostálgico, sino una responsabilidad moral. Porque cuando la historia se convierte en herramienta de venganza, en lugar de escuela de reconciliación, lo que se construye no es justicia, sino nuevos muros.
Recordemos: el sueño se pierde cuando dejamos de soñarlo juntos.
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