“Social prescribing fue la premisa que justificó la creación del Ministerio de la Soledad a inicios del año 2018 en el Reino Unido. A propósito, no solo la necesaria apertura económica excusó la salida, por estos días, de los meses de letargo producto del confinamiento; también, el afán por socializar -decir mí o cualquier forma de conjugación del verbo ser, casi como súplica de reconocimiento-, funge como paradoja en tiempos de hiperconexión, olvidando las posibilidades estéticas que supondría estar solo”.
Digo estar solo y no hablo de soledad, porque existen diferencias -por lo menos en términos de elección-, como explica la psicóloga alemana Maike Luhmann en una reciente producción de Deutsche Welle para Latinoamérica. Reitero, y por ende me acojo al argumento de la investigadora: la distinción es una alternativa, en tanto se elige estar solo, no para enfermarse de soledad, correr el riesgo de un ataque cardiaco, o reducir la esperanza de vida[1].
Soledad, por tanto, es la sensación subjetiva que expresa insuficiencia o desconsuelo en las relaciones sociales habidas; tan dolorosa como diversos malestares físicos.[2] Precisadas las claridades, lo que sigue es una apología a estar solo, un intento de defensa.
Lo anterior no significa desmarcarse de la posibilidad del encuentro, sería un sinsentido de base. Es, por el contrario, una consideración pendiente de lo que ha sido nombrado como problema. Detenerse en un mundo agitado es una hazaña. Suelo preguntarme si existen condiciones de reproducción de cualquiera de Los sueños de Akira Kurosawa en una ciudad cosmopolita; la respuesta es evidente, y aunque no declame melancolía por ello, el primer significante que habría que escarbar en un mundo hiperconectado es contemplación.
De contemplación se pudo gozar, creería cualquiera que discurra con cierta razón haber nacido en el siglo equivocado, hasta finales del siglo pasado. Ahora bien, ese empeño de nostalgia no es nuevo. Lévi-Strauss, en una entrevista sobre Tristes Tropiques[3], argumenta haber deseado vivir en la era de los viajes verdaderos, un espectáculo aún no contaminado. La etnografía, al igual que la contemplación y la escritura, son diagnósticos de una sociedad que no admite la falsedad, ni de hecho ni como imaginario, de que todo tiempo pasado fue mejor.
La defensa, por tanto, es una reconsideración. Cortázar reivindicaba el derecho a que lo dejasen en paz y que pudiera estar solo, lo que luego se convirtió en un sentimiento de culpa. Por estos días, a juicio propio, el ejercicio es a la inversa, especialmente para aquellos que tienen el anhelo setentero –y noventero, para el caso latinoamericano- de cambiar el mundo.
Imaginar otros mundos posibles exige, en esa medida, pensar. Evidentes son los fracasos de los pseudo-activistas que anteponen la acción, generación posmilénica que lamenta la caída del muro de Berlín sin haberla vivido. Pensar faculta cuestionar nuestras sensaciones y deseos –donde supongo está el problema que se indica en la apertura del escrito-, máxime ahora que ese cuerpo que se mueve tan ágilmente y de manera despreocupada, es el mismo que está en riesgo.[4]
A manera de cierre, a propósito de la imagen, Gombrich E. en La Historia del Arte, argumenta que en los albores del siglo XVII, Caravaggio, el atrevido pintor italiano, se le encomendó la realización de un cuadro de San Mateo para el altar de una iglesia de Roma. El santo, “(…) tenía que ser representado escribiendo el evangelio, y, para que se viera que los evangelios eran la palabra de Dios, tenía que aparecer un ángel inspirándole sus escritos” (Gombrich, 1997, p. 31). La destruida obra fue motivo de escándalo y supuso la modificación por otra que no representara un viejo de piernas sucias, con manos de jornalero y en búsqueda, quizás, de la palabra adecuada, el ritmo, el punto en el lugar preciso. El ángel adolescente toma su mano sugiriendo la nobleza de su función: no hay que desistir, pero tampoco hay recompensa, muchos menos ahora. San Mateo, o la primera versión de Caravaggio es la conjugación, por excelencia, de arte y soledad. Si hay recompensa, por tanto. Depende de la mirada.
Referencias
Gombrich, E. (1997). La Historia del Arte. Phaidon Press Limited.
Gums, K., Leske, R. (productores). (2020). Epidemia de soledad. Versión en español Deutsche Welle 2020.
[1] Similar a fumar quince cigarrillos diarios, como se advierte en el mismo documental.
[2] Ídem.
[3] Recuperado en septiembre de 2020 de https://www.youtube.com/watch?v=7e4hvUPlOEQ&ab_channel=XabierVila-Coia
[4] Parafraseando a Andrés Aguirre, director del Hospital Pablo Tobón Uribe en una publicación reciente para un medio de comunicación. Las palabras son tomadas de su cuenta de Twitter.
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