“[…] La gramática del español está en crisis, como otras lenguas, presionada por distintos sectores. Pero exigir su transformación sin argumentos sólidos es irresponsable. No basta con el fervor propio de ciertas militancias ideológicas; se necesita una propuesta coherente […] Lástima que muchos de nuestros líderes, aún seguidos con devoción, combinan caudillismo con poesía deslucida y errores de redacción.”
El mes pasado viví una experiencia que me llevó a reflexionar sobre la relación entre mi oficio docente y un tema que hoy genera amplio debate, al punto de obligar a gobiernos —como el argentino— a tomar medidas concretas. A comienzos de 2024, el gobierno de Javier Milei prohibió el uso del lenguaje inclusivo en documentos oficiales. Desde entonces, en la política pública argentina, el uso de la “e”, la “x” y el símbolo de arroba (@) vuelve a sus contextos originales, pues ya no se consideran formas de inclusión, sino una afrenta a las normas gramaticales consolidadas durante siglos.
Como docente de español, este debate sobre el lenguaje inclusivo me interpela constantemente. El uso adecuado de las palabras es un tema recurrente en mi práctica, más aún cuando sectores institucionales y sociales claman por transformar estructuras gramaticales que reproducen sesgos patriarcales, proponiendo un lenguaje más inclusivo. Esta tensión entre representación y significado —o, en términos saussurianos, entre significante y significado— se hizo presente en mi entorno cercano a raíz de un mensaje publicado en WhatsApp sobre la Reforma Laboral, que desató una pequeña polémica. Cabe recordar que muchos docentes estatales representan una importante base de apoyo para el actual gobierno colombiano.
Hago un paréntesis para señalar que no recuerdo haber visto antes semejante caos dentro de la unidad gubernamental, al punto de presenciar un Estado que convoca marchas contra sí mismo. Lo habitual era que la protesta proviniera de sindicatos, gremios o entidades privadas. En cambio, los últimos años en materia política parecen más una pintura surrealista o un programa de telerrealidad, encabezado por un poder ejecutivo megalómano, mezcla estridente entre Aureliano Buendía y Simón Bolívar. El delirio llega al punto de que el presidente se autoproclama encarnación del pueblo, ignorando su diversidad, como si todos compartieran su visión. La situación es tan inverosímil que el meme de los tres Spiderman señalándose entre sí está a punto de volverse realidad: el Ejecutivo culpa al Legislativo, el Legislativo al Ejecutivo… solo falta un desencuentro con la rama judicial y ¡Eureka! El meme cobra vida.
Volviendo a la anécdota: una persona del grupo —cuyo nombre no aparecía, solo una virgulilla y una carita feliz como identificación— compartió un video editado de una temporada clásica de Los Simpson, acompañado de improperios contra los senadores que votaron en contra de la Reforma Laboral. El mensaje contenía varios errores ortográficos, como escribir “hundir” sin h. Lo irónico fue que esto ocurrió el 23 de abril, Día del Idioma, y justo antes alguien había compartido una diapositiva sobre el uso correcto del español.
Aclaro que no me considero un moralista del lenguaje. Basta viajar un poco o considerar el paso del tiempo para comprender que las palabras cambian según el contexto, y que la dimensión local es clave. Incluso las groserías, en ciertos casos, tienen efectos terapéuticos. Me cuesta imaginar a alguien que se golpea el dedo con un martillo y exclama: “¡Recórcholis! Me he estripado la falange…”. El lenguaje cotidiano puede ser una herramienta democrática, más cercana a las realidades del día a día que una consulta con preguntas retóricas diseñadas para direccionar respuestas. En todo caso, cada quien es libre de usar el lenguaje a su modo. La RAE, aunque proponga normas, no sanciona: su función es sugerir, no multar.
Inspirado por el espíritu del profesor Súper O, comenté el mensaje. Llamé a reflexionar sobre el contexto de nuestras palabras y la importancia de usarlas bien —especialmente en el Día del Idioma—. Además de corregir el uso de la h, invité a considerar formas más respetuosas para referirse a los senadores opositores. Aunque no sean de mi agrado, siguen siendo seres humanos y merecen un trato digno, acorde con la riqueza del idioma, más allá de la vulgaridad cada vez más habitual. Se puede reclamar, pero siempre desde la decencia.
La cordialidad debería ser regla general, especialmente entre docentes y líderes políticos. No debería destacarse por ser infrecuente. Hacer lo correcto tendría que ser la norma, no la excepción. Sin embargo, la persona que envió el mensaje no tomó bien mi sugerencia. Como desde antaño, corregir puede generar enemistades: el orgullo suele tener raíces más profundas que la verdad. La condena a Sócrates es un ejemplo de ello: no todos están dispuestos a reconocer su ignorancia y transformarse a partir de ella.
No pretendo compararme con Sócrates ni convertir a mi colega en un Meleto moderno. Solo quiero señalar lo complejo que puede ser el rechazo a las correcciones, cuando en vez de aceptar los errores, se banalizan y se culpa a terceros por lo que es responsabilidad propia. Hoy abundan los debates públicos donde los participantes evaden responsabilidades, apelan a falacias y exageran el valor de su experiencia subjetiva. Es cierto que no todo lo que ocurre depende de nosotros, y que la experiencia sensible permite formular juicios. Sin embargo, como lo mostró Kant, existe una clara diferencia entre los juicios estéticos, morales y científicos. No podemos confundir nuestra visión fenomenológica del mundo con una verdad objetiva.
Lo que más me preocupó no fue la respuesta en sí, sino lo que revela —tácitamente— sobre ciertas prácticas educativas. Lejos de ser una lluvia balsámica para despertar la reflexión, la respuesta a mi comentario trivializó las groserías y errores ortográficos, redirigiendo el foco al contenido político del mensaje. Se sacrificó la forma en nombre del fondo. Pero esta omisión formal, sobre todo viniendo de un docente, es evidencia de una incoherencia entre lo que se predica y lo que se hace.
“La idea es que se entienda el mensaje”, me respondió. Como si la ortografía o el tono no importaran, siempre que el sentido se transmita. Este argumento, centrado en la funcionalidad del lenguaje, tiene algo de razón: comunicar es, en parte, lograr comprensión. Sin embargo, aceptar esa lógica sin matices empobrece el lenguaje. Reforzar un vocabulario limitado solo porque “así soy” o “así me entiendan” no es propio de quien busca formar ciudadanos para una convivencia más justa.
No siempre el camino más corto es el mejor. La grosería, por muy impactante que suene, no es sinónimo de verdad. En nuestra cultura se cree que quien grita más tiene la razón. Pero esto no es más que una falacia. Como dice Zhuangzi, citado por Prevosti (2014, p. 139): “Si tú y yo discutimos y tú me ganas a mí, y yo no te venzo, ¿eres tú quien tiene razón? ¿Soy yo quien va errado?”.
En nuestro país, la razón muchas veces se impone a través de la violencia verbal o física. Incluso quienes deberían liderar con el ejemplo —políticos, docentes, líderes sociales— caen en el arribismo y la falta de autocrítica. El Congreso mismo parece más un show de telerrealidad que un foro racional de debate público. Y esto no se limita al ámbito legislativo: también en lo cotidiano reproducimos sesgos culturales que refuerzan verticalidades perjudiciales para una convivencia armónica. Esto se ve en la relación entre políticos y ciudadanos, pastores y feligreses, docentes y estudiantes.
Eso es lo que más me inquieta del episodio: en lugar de corregir, el colega persistió en escribir “hundir” sin h. Alegaba que su intención era política, no gramatical. Pero si la forma no importara, ¿qué sentido tiene especializarse en un área del saber? La gramática, como el lenguaje matemático o científico, es lo que da estructura y claridad al conocimiento. Y afirmar que lo importante es “darse a entender” es ignorar una verdad básica de la enseñanza: no todos entienden lo mismo de la misma manera.
Garantizar la comprensión colectiva de una idea requiere precisión. En comunicación, como en matemáticas, una coma mal puesta puede ser la diferencia entre acierto y error. Parte del éxito social radica en adaptarse a las normas de la comunidad, y entre ellas, la gramática cumple un papel esencial. Si un docente normaliza errores en su escritura y los transmite a sus estudiantes, ¿qué tipo de formación ofrece? Ciertamente no una que piense lo común en medio de lo diverso, como propone la política en su sentido más noble.
La gramática del español está en crisis, como otras lenguas, presionada por distintos sectores. Pero exigir su transformación sin argumentos sólidos es irresponsable. No basta con el fervor propio de ciertas militancias ideológicas; se necesita una propuesta coherente. Un discurso político bien escrito, con sintaxis y ortografía correctas, tiene más posibilidades de movilizar apoyos. Lástima que muchos de nuestros líderes, aún seguidos con devoción, combinan caudillismo con poesía deslucida y errores de redacción.
Espero que esta reflexión no me expulse del grupo de WhatsApp donde surgió todo. Más allá del incidente y algunos desencuentros ideológicos, allí se comparte información valiosa. Y, si soy sincero, dudo que esta historia termine en mi salida del grupo porque después del episodio, varios colegas salieron en mi defensa, algunos con “me gusta”, otros señalando —en otros mensajes— las contradicciones entre ser un docente crítico y escribir mal.
REFERENCIA
Arnau, J. (2014). Pensamiento y religión en Asia oriental. Fondo de Cultura Económica.
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