“En sí, la homosexualidad está tan limitada como la heterosexualidad: lo ideal sería ser capaz de amar a una mujer o a un hombre, a cualquier ser humano, sin sentir miedo, inhibición u obligación” Simone De Beauvoir
Tengo más de 30 años y todavía me produce cierto nosequé, la pregunta: ¿vos ya saliste del closet?, últimamente tengo esta respuesta: ¡a esta edad no salgo del clóset sino del sarcófago!
Sentí que me gustaban o atraían los hombres y no las mujeres desde el colegio. Al principio hubo cierto miedo, como extrañeza de que eso podía ser “raro” o presentarme dificultades en hostil ambiente del colegio. Poco después entendí, y acepté, -definitivamente- que mi condición era la de un hombre homosexual. A veces sentía angustias por llegar a incomodar el ambiente con mi madre y familia; quedarse callado era lo más fácil y práctico. Ese quedarse callado en ciertos temas que no se tocan en las casas, por eso, nunca fue motivo de ninguna charla o discusión. Aunque, eso sí, nunca lo negué cuando alguien me preguntó, que fueron muchas veces y en muchos espacios.
En el colegio hubo mucho matoneo o bullying, ambas palabras espantosas, en su forma y fondo. Silbidos, comentarios, miradas… que nunca fueron nada agradables. La nula educación en el respeto a la diversidad, a entender cada individuo como una construcción única y libre que crece y desarrolla sus criterios y decisiones, por esa “normalización” y muchas veces aceptado irrespeto hacia los hombres y mujeres homosexuales en sus contextos educativos y familiares.
Siempre lo tomé con tranquilidad, reflexión y cierta frescura; procurando hacer de mí y de mi proyecto de vida, lo que me gustara sin que esa “condición” determinara –sustancialmente- ninguno de los sueños e intereses personales.
Asumí que todo lo decía con mi manera de vivir, nunca escondí nada que me gustara o sitios que frecuentaba, y siempre he tenido el criterio de sentirme libre para tomar las decisiones de mi vida, que por supuesto, han generado algunas diferencias con familiares y conocidos, pero sin mayores dificultades. Fui creciendo como crece cualquier otra persona, y en el momento de irlo conversando o aclarando, fue natural y sin mayores prejuicios.
Vivir uno años en Bogotá me ayudó mucho para soltar los últimos miedos y silencios. Siempre recomiendo que hay que salir -no solo del clóset-, sino de la casa materna y de nuestra propia ciudad, para ampliar las miradas y permitirse ser sin tener que explicar tanto o cohibirse a conocer y explorar lo que nos llama la atención. Las ciudades tienen que permitirles a sus ciudadanos ser libres para gozar y vivir.
Debo reconocer que soy un privilegiado de poder desarrollar un proyecto de vida sin mayores discriminaciones por mi orientación sexual. Millones de personas en el mundo sufren de discriminación, persecución y violencia a raíz de sus preferencias, no solo sexuales, sino también religiosas, étnicas o políticas. Por eso debemos reconocer a miles de activistas en el todo el mundo, que a su manera, luchan cada día por la reivindicación de las comunidades más vulnerables; para ellos todos un agradecimiento.
Sobre los debates públicos, ya merecerán otras columnas para expresar y ampliar el debate, simplemente dejo algunas consideraciones en las que creo y he expresado bastante: La iglesia es una institución privada que tiene una creencia (completamente válida) sobre el matrimonio: unión entre hombre y mujer. En el Estado social de derecho (laico además), todos los ciudadanos son libres para decidir su unión matrimonial y patrimonial. Es necesario establecer unas consideraciones necesarias para estos –y otros debates-: la Biblia no es la Constitución; Colombia es un país laico; el matrimonio homosexual es una opción libre para personas ante la ley, la unión matrimonial es un contrato civil y no un sacramento religioso. Dos personas que se aman unen su vida ante el Estado garante de sus derechos.
Basta también leer a Fernando Vallejo, para comprender la sencilla razón del respeto; respeto por las diferencias, los gustos y los placeres:
“Es cuestión de respeto. Uno se pasa la vida sin entender casi nada. ¿Qué entiende uno de la vida? ¿Entiende la luz? ¿La gravedad? ¿Entiende uno cómo funciona el cerebro? ¿Entiende uno cómo funciona un iPod? ¿Cómo funciona un computador o un teléfono celular? Quién sabe. La gente aquí usa los celulares del mismo modo que mi perra se sube conmigo en el ascensor. Sube y baja, y sabe que sube y baja, eso es todo. Así el común de la humanidad. No entendemos nada. Así que no es cuestión de entender. Es cuestión de respeto”. (El don de la vida)
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