Del ágora al algoritmo: la política convertida en show

“La nueva plaza pública es digital, y el que mejor entretiene gana. El acceso a la información se ha convertido en la herramienta central de la política contemporánea. Ya no son las plazas ni los foros los que definen la discusión pública, sino la capacidad de los actores políticos para traducir sus mensajes en piezas digitales, breves y dirigidas a públicos específicos. Lo que antes fue deliberación se transforma en espectáculo”.


La arena del discurso político ha trascendido en una línea de tiempo dual: pasamos de los foros y las plazas —espacios donde se repensaba lo público mediante extensas disertaciones y diatribas interminables— a un simple post, que entre más limitado en contenido y sencillo en lenguaje, resulta más efectivo.

Byung-Chul Han, en su libro Infocracia, introduce el término “régimen de la información” para referirse a la forma de dominio en la que la información y su procesamiento mediante algoritmos determinan los procesos sociales, económicos y políticos. El “hombre masa” de Ortega y Gasset se ha convertido en el nuevo habitante electrónico, alimentado por los medios de comunicación, que juegan un papel determinante en el declive de la esfera pública democrática.

Cuando la vida del hombre masa está regida por el régimen de la información, emergen dos consecuencias: la crisis de la democracia y la telecracia como respuesta. Sin ir muy lejos, la política y la información en el siglo XXI se parecen cada vez más a un reality, donde gana el mejor showman y su función principal es entretener. Aunque en la década de los 50 ya se empezaba a notar esta transición, basta con comparar la campaña de Ike Eisenhower a la presidencia de los EE.UU. en 1952 donde prevalece el toque caricaturesco de Disney mediante spots — y la de Javier Milei en Argentina en 2023, cuyo eslogan “¡Viva la libertad, carajo!” se convirtió en grito de guerra y promesa de salvación económica para una Argentina decadente y con déficit fiscal.

Este patrón pone fin a la acción comunicativa y catapulta a los llamados outsiders: actores no políticos que intentan serlo en un escenario hostil, donde el show se impone sobre las propuestas o ideas. En este contexto no hay espacio para un público que interactúe; se le limita a consumir un mensaje predeterminado, ajustado a sus gustos y orientaciones, donde el chef es el “dataísmo” o, dicho de otro modo, la racionalidad digital.

El lado más radical de este fenómeno es la capacidad misma de creer que se puede prescindir de la política y reducirla a cifras. De hecho, ya se habla de la posible desaparición de los partidos políticos para dar paso a una posdemocracia digital. Este debate es inevitable: por un lado, quienes defienden la autonomía del individuo en la toma de decisiones; por el otro, los conductistas, convencidos de que el comportamiento humano puede predecirse y controlarse con precisión. La línea entre lo moral y lo racional es delgada, pero lo cierto es que la visión conductista resulta irreconciliable con los principios democráticos.

Las nuevas tendencias globales exigen nuevas formas de comunicación más ágiles e inmediatas. La información se ha vuelto acumulativa y el actor político necesita captar la atención con mayor intensidad; por eso el show continúa, el discurso se radicaliza y la ideología se impone. No hay espacios para los puntos medios y la polarización es una consecuencia inevitable. En contraste, la verdad opera de manera selectiva: filtra, discrimina y obliga a construir narraciones basadas en una racionalidad comunicativa donde prevalezca la escucha, hoy ausente y, precisamente por eso, una de las principales responsables de la crisis de la democracia.

César Elías Moreno Ruiz

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