Me senté a escribir esta mi columna semanal para el portal Al Poniente en un paraje verde del departamento Antioquia, donde me desconecté por un rato de la comunicación electrónica y de las Redes Sociales con el propósito de escribir una crónica sobre los “niños aburridos” del siglo XXI.
El tema de esta columna surgió de una conversación con un primo europeo, nacido y residente en la ciudad de Estocolmo, que llegó de vacaciones a Medellín con su familia, y cuyos hijos conocieron los árboles de aguacate, de guayabas blancas y rojas, de limón Tahití, de naranjas agrias y dulces, y de mandarinas jugosas, varios de los sabores del trópico que los cautivaron y los deleitaron en estas tierras colombianas.
Esto me recordó la frase del príncipe Mishkin en el Idiota de Dostoyevsky: “¿Acaso alguien puede ver un árbol y no ser feliz?”
Durante un típico día de campo, cuyo programa no era otro que pasar el tiempo sin una agenda predeterminada, sus muchachos, aún en edad infantil, recorrieron el campo mirando a las hormigas cargar el alimento, observando el vuelo serpenteante de las mariposas, detallando como caminan los gusanos sobre la hierba, fisgoneando cómo los pájaros pican los frutos maduros de los árboles y admirando el caminar de una pareja de pavos reales.
Lo particular de este día fue que los niños no jugaron con sus dispositivos electrónicos sino que se dedicaron a pintar y a descubrir múltiples detalles de la naturaleza. Sorprendentemente no reclamaron sus aparatos y pasaron un día como antaño: dejándose enrojecer la piel por el sol, acariciar el rostro por el viento, mojar la camisa por la lluvia y arrullar el alma por el ruido de una quebrada.
Observando con alegría esta experiencia con sus niños, mi primo Patrick me hizo una reflexión que motivó el tema para la presente columna: “quiero buscar momentos para que mis hijos se aburran”.
Traducción al lenguaje de la gente: “quiero buscar espacios para que mis hijos estén libres de los aparatos electrónicos”.
Los niños nacidos en el siglo XXI son esclavos de la tecnología y están atrapados en la dinámica de los juegos interactivos y, así mismo, en la ansiedad de sus papás para que “no se aburran”.
Los padres de los hijos del nuevo siglo pertenecen a las llamadas generaciones X y Y. Los miembros de la generación X nacieron entre los sesenta y los ochenta, y los de la generación Y, también conocidos como los Millenials, vieron la luz entre los años ochenta y el despertar del siglo XXI. Estos nuevos habitantes de un mundo interconectado y globalizado pasan gran parte de su tiempo de vigilia ligados a algún dispositivo electrónico.
El escenario en que los niños del siglo XXI están creciendo es muy particular: papá y mamá trabajan y están ausentes del hogar durante la mayor parte del tiempo y tienen un solo hijo o, en el mejor de los casos, dos. O sea que los hijos del nuevo siglo viven sus vidas en una experiencia solitaria: no ven casi a sus padres y no tienen hermanos para compartir sus sueños, sus alegrías, sus tristezas, sus juegos y sus canciones.
Lo anterior crea en los progenitores X y Y un sentimiento de culpa que les genera una gran ansiedad, y, entonces, empalagan a sus hijos con dispositivos y juegos electrónicos “para que no se aburran”.
Es frecuente en una reunión social escuchar a uno de los padres ansiosos de los niños del nuevo siglo preguntarle a su pareja: ¿qué hacemos para que Mateo no se aburra?. La reacción es revisar si tiene un dispositivo electrónico a mano o, e su defecto, prestarle un teléfono móvil “para que se entretenga”.
Los mayores están confundiendo los espacios de sosiego y tranquilidad de sus hijos con momentos de aburrimiento. Y equivocadamente están procurando que éstos estén siempre ocupados en alguna actividad que los mantenga ocupados (¿anestesiados?) mientras ellos (los padres) están alejados en sus importantes actividades.
Pienso que hay que crear espacios para que los hijos “no hagan nada” y “se aburran”, sin el telón de fondo de un dispositivo electrónico que los hipnotiza como si estuvieran drogados. Pero para esto se requiere que se genere un escenario apropiado: que los adultos renuncien por un buen rato (o por un día completo) a sus propios dispositivos electrónicos, dejando olvidados el Fecebook, el Twitter y el Whatsapp.
Estos espacios de aburrimiento se convertirán en momentos para crear juegos en familia, mezclando palabras en trabalenguas, haciendo bombas con espuma de jabón, creando figuras con las luces de una linterna o con las sombras que da una vela prendida sobre una pared al frente, y muchas actividades que los niños saben apreciar si se les propician adecuadamente.
Cuando me formé como psicólogo en la Universidad de Antioquia aprendí del gran Donald W. Winnicott, pediatra y psicoanalista británico, que parte de la formación de un niño sano es propiciarle espacios para jugar. Si un chico tiene la posibilidad de jugar, se vuelve creador de sus propios mundos y por ende aprende a ser autónomo para su vida adulta.
Un cuadro dramático se observa recurrentemente en reuniones de compañeros de generación: quienes tienen hijos los juntan en una sala para que practiquen, individualmente, juegos electrónicos, en lugar de ponerlos a conversar y a socializar con actividades manuales o a correr detrás de una pelota. Y esto es más impactante si un papá divorciado asiste a la reunión con su hijo, el cual parece un apéndice de un dispositivo Apple o Samsung.
Por lo tanto es recomendable que estos padres ansiosos rediseñen las reuniones semanales con amigos y compañeros de trabajo y de estudio, donde, en lugar de buscar estrategias para que los párvulos “no se aburran”, se generen espacios para que éstos hagan parte activa de las reuniones.
Este es un cambio aparentemente sutil, pero de gran impacto en la siquis de los niños: no es lo mismo una reunión en la que haya que buscar que los infantes “no se aburran”, que una reunión diseñada para que éstos sean actores y compartan el poco tiempo libre que tienen sus padres
Aún conservo en la memoria una anécdota de cuando mi hijo tenía unos ocho años y estábamos en un parque en los Estados Unidos. Sin ningún amigo en el entorno sólo bastó que el pequeño sacara un balón de fútbol y comenzara a patearlo, tímidamente, para que aparecieran, como por arte de magia, unos ocho o diez niños. A los cinco minutos todos los niños estaban corriendo detrás de la esférica unidos por el lenguaje universal del juego.
Cuando un niño encuentra que sus papás realmente le están dedicando tiempo, entiende que jugar a la pelota, a las adivinanzas, o a los trabalenguas, combinando estas actividades con las risas y los abrazos, es una acción más gratificante que conquistar un castillo matando dragones para pasar tres niveles en un juego electrónico.
Y también encuentra que perseguir mariposas en un bosque real es más motivador que cazar pokemones en el centro de una gran ciudad.
Los niños del nuevo siglo merecen que los padres repiensen y replanteen la forma como los están obligando a interactuar con el mundo, y que les den la posibilidad de ser felices.
Como plantea la teoría freudiana, la neurosis de los hijos no es otra cosa que el reflejo de la neurosis de sus padres.
Y para finalizar, una reflexión:
¿No será que los niños están es aburridos con la calidad y cantidad de tiempo que les dedican sus padres?
Tal vez cuando un niño le está diciendo a sus padres: “estoy aburrido”, lo que les está expresando es: “quiero que estés conmigo”, “quiero que apagues tu móvil y me cuentes historias”, “quiero que me lleves al parque a patear una pelota”, “quiero que nos aburramos juntos para ser más felices”…