Decir pasito

«Si este dolor, durará por siempre,

es que el mercurio lo tengo aquí…»

 Charly Garcia.


Sobre el paro nacional un sociólogo puede decir muchas cosas. Puede discutir sobre el verbo que da sentido a la acción, parar, y argumentar porqué se está parando, se paró o se parará el paro. Puede, también, entender a su oficio como un deporte de combate, y entonces empezar a azuzar a un montón de almas jóvenes de ir, con tejas de zinc, a ponerle el pecho a balas de policías y paramilitares. Llevarlos al matadero, pues. Convencerlos de que tras su cuerpo vendrá la revolución, que tras la muerte hay algo más que el trémulo espíritu de quién, en su púlpito, alimenta de cadáveres frescos viejas o nuevas teorías. Otra opción sería callar. Un sociólogo podría simplemente observar, no decir nada, guardar de una vez por todas ese maldito deseo de opinar de todo y dejar oír a los demás. Sospechan bien: no será ese mi caso. Yo, a lo sumo, espero con esto ser un poco menos sociólogo. Aspiración que sólo es posible si pienso como pienso, si ejerzo la única violencia que es moral en sí misma: la que se ejerce contra el cuerpo propio. Si recuerdo que antes del sujeto y el objeto está lo Uno, y si reconozco que, en esta sangrienta tragedia, también tengo las manos rojas. Para que me entiendan mis colegas, enemigos acérrimos de la imagen: si intento objetivar al objeto objetivante. Si hablo un poco más suave, sin tanta alharaca.

Cada mañana es -¿o era?, no sé- lo mismo. Uno, dos, tres, cuatro muertos en la nueva jornada de paro nacional. Tratar de contar es absurdo, pero parece que entre más arrume haya más excitación hay. La imagen de Dilan, de Lucas, de sutanito y de peranita empiezan a rodar en redes. Si hay un video de cuando lo mataron, mejor. Llueven tweets, post en Facebook e Instagram con la imagen de quien ayer estaba vivo. Hasta les hacen dibujitos como caricaturas, en un intento, supongo yo, de hacer animado lo que ya siempre será inanimado. Todos están edulcorados de política, y claro, ese estado trae consigo mucho dolor. Yo de verdad les creo: lloran los muertos. No los suyos, no. Los. Los de otros, los de sus conocidos, los de sus familiares y amigos. Lloran al no ser ellos, al no poder ocupar ese cuerpo ajeno. Lloran no poder parar esa borrachera que trata de negar a toda costa su participación de esta miseria, lloran porque, de verdad, en serio, desean pero no advierten que la única manera de parar con la herida que todos encarnamos día a día es la muerte. Yo observo y, por supuesto, opino. Pongo un tweet, le escribo mi percepción a mis amigos más cercanos, peleo con gente que me hace de espejo y siempre termino concluyendo que debería haberme callado.

Sus expresiones públicas de dolor me molestan. En cristiano: me emputan. Lo hacen, en parte, porque, en contraste, no siento nada. Cuando entré a la Universidad de Antioquia a estudiar lo que estudié era diferente. Con cada líder social asesinado, con cada viaje a clase donde miraba desde el Metroplús a las laderas de la zona nororiental de Medellín, sentía un genuino dolor por el otro que, obviamente, no era yo. Sentimiento muy propio de esta culpa pequeño burguesa, por cierto, donde el horizonte me recordaba que no era de barrio popular, y la muerte que estaba vivo. Mi deseo era el otro, quiero decir, sentirlo, actuarlo y parecérmele (complejo que, a todas estas, también sufrió Gaitán y Camilo Torres). Estudiaba para “cambiar la sociedad”, ¿cómo le parece? Me envalentonaba con el clima cultural de la universidad pública,  con la estética revolucionaria, con la metafísica que se hace de los caídos. Los malos era la derecha, que por asociación era clasista, machista, racista, antropocéntrica, adultocéntrica y cuanto epíteto imaginen; los buenos, por supuesto, la izquierda, que nunca ha gobernado, que la matan, persiguen, rechazan, censuran, yo que sé. Otro paréntesis largo: espero que con esto último mis antiguos compañeros (no digo sociólogos, digo militantes), fieles a su casuística, no lean entonces que soy de “derecha”.

Las razones de que ese Santiago sea pasado me las reservo para mi, esto no es un diván. Lo que quiero desarrollar es la otra parte mi malestar ante las expresiones públicas de dolor. Sentirse triste es válido, faltaba más, pero sentir sin preguntarse qué hay detrás de esa emoción, es la peor tiranía que se puede ejercer con uno mismo. No tanto porque se pueda saber qué hay detrás, o porque saberlo nos salve del dolor, nos cure la herida. No. Es porque en esa interrogación hay movimiento, y moverse significa dar vida a la vida. Se podrá decir: lo que causa mi tristeza es la situación del país, los heridos, los muertos, los desaparecidos, etc. En cierto sentido es así, pero habría primero que mirar los lugares donde esa tristeza es expuesta. Se ponen, de nuevo, post en cuanta red hay, se habla de lo radical, revolucionario, alternativo, progresista o disruptivo que es exponer nuestros sentires, antes siempre reservados para nuestro espacio íntimo, a los ojos de quien quiera mirar o quien queremos que vea. Poner un trino diciendo que estamos tristes, felices, lo que sea; decirlo públicamente, implica un movimiento estático: se dice sin decir, más bien, se grita, y cuando se grita no se piensa lo que se dice, no se dice nada.

Hace un tiempo conversaba con una amiga sobre lo que propone Freud como talking cure, la cura por la palabra, en nuestra experiencia terapéutica. Es un concepto confuso, porque puede interpretarse una promesa que el psicoanálisis no hace: la cura, lo opuesto a la herida, la muerte en vida. Ella me narraba el llanto que brotaba cuando nombraba los contornos de su dolor en las primeras sesiones, y terminábamos por pelear con Freud al concluír que no se trataba tanto de verbalizar sino de ser escuchado para que el decir fuera, o sea, para que la palabra ayudara a alivianar el peso que no dejaremos de cargar hasta morir. Saberse escuchado, eso era lo que provocaba el llanto, colocar lo sabido en otro. Un movimiento que es condicional a la intimidad, pues sin ella la palabra adquiere un carácter teatral, y nuestras tristeza, felicidad, angustia, ansiedad, rabia y demás, se vuelven más opacas en sus causas: que deseamos y cómo lo deseamos. Por eso, tal vez, sea necesario suspender ese afán de volcarse hacia fuera y volver al mundo propio (o volver al mundo desde adentro), devolverle su dignidad, su tabú. La sonrisa y la lágrima en Instagram tendrán que esperar, primero hay que atrevernos a dejar de gritar lo que queremos contar para contarnos lo que no queremos decir.

Pues, quien construye el texto

elige el tono, el escenario,

dispone perspectivas, inventa personajes,

propone sus encuentros, les dicta los impulsos,

pero la herida no, la herida nos precede,

no inventamos la herida, venimos 

a ella y la reconocemos.

(Chantal Maillard).

 

Santiago Torres Sierra

Sociólogo de la Universidad de Antioquia y estudiante de la maestría en ciencia social del Colegio de México

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