A Carlos Jaramillo
Pareciere, que en estas épocas aciagas, en donde el que más grite es el que prevalece, todo estuviese perdido. Me parece –porque lo siento- que todo se perderá si las gentes no piensan, al menos una vez en su vida; la encrucijada en la que está la nación supera a las pasadas y no hay a la vista una forma coherente de superarlas.
La bravuconería, el insulto alevoso, la amnesia selectiva y el cinismo rampante hacen carrera para convencer a un elector cansado; existe la falsa creencia que al sufragante se le animara a votar si el político actúa como el gañan de barrio que todo lo soluciona con gritos, amenazas e insultos. Y lo cierto es que al verlos en un papel tan espurio uno no sabe si correr o pedir auxilio.
Nuestra naturaleza humana no es la de ser vasallos, ni sirvientes, nuestra naturaleza humana es simple: ser libres para vivir. Se nos ha obligado a entender la complejidad de las relaciones como algo propio de nuestra esencia y de cierto es que no somos complejos, somos elementales porque tan sólo queremos vivir.
La política tal y como la veo no es ya la administración de la ciudad, sino una cofradía de ilustres y amangualados “doctores” a los que les quedó grande el uso de las palabras y prefirieron el enaltecimiento del peculio personal… Habrán excepciones, solo que y al igual que una de las tantas leyendas de Diógenes ando buscando entre tantos uno que no busque ese enaltecimiento.
La realidad está afuera y se manifiesta duramente. La rechifla, la piedra, la ira, la ignominia, la falacia, conquistan más mentes que la razón; unos queriendo ganar indulgencias olvidando sus hechos y otros haciendo hechos para ganar indulgencias y al final, como en todo, la indulgencia es solo retórica… Y hay de quien se atreva a levantarse contra ellos.
La verdad de las cosas es que el temor de los bravucones no reside en la reversión de las formas políticas sino en la perdida de sus mayorazgos.
La historia ha estado plagada de ese temor, de ese escalofrío que recorre los huesos de quienes son bravucones y también de los anhelos de aquellos que han usado la conciencia para no doblegar. El historiador Patricio B. Lobo, hace algún tiempo, público un libro llamado: Discursos. El texto está escrito en clave de cuento y en el compila algunos discursos pronunciados por ciertos oradores ante los parlamentos Europeos durante el siglo XIX. A guisa de reflexión quisiera dejar uno de esos textos, con una esperanza… a la cual cada quien le colocará nombre.
-El Discurso-
A Ludwig Schuls lo había alcanzado la hora. No era el momento de perder tiempo, el momento decisivo había llegado. A las carreras se levantó de la cama y en un aguamanil que había afuera se limpió la cara. Su esposa, mientras él se lavaba, lo abrazo:
-¿Por qué tanta prisa Ludwig?
-Debo ir al parlamento
-Claro, al parlamento…
-Nada de sarcasmos mujer, hoy es un día fundamental… El Káiser Guillermo II estará.
-No es sarcasmo, solo que hace tiempo tú y yo no estamos como esposos y solo dormimos…
-Habrá mucho tiempo para estar… Habrá Mucho tiempo
-¿Tiempo?- repuso la mujer
-Sí, habrá mucho tiempo…
Ludwig Schuls le dio un beso a su esposa y acabándose de vestir salió a la calle, rumbo al parlamento. Mientras caminaba, veía a los habitantes de la capital, a los marginados, presas del maltrato al que eran sometidos por aquellos que pasaban y los miraban como una sabandija; veía a las mujeres cargando a sus críos, cocinando en ollas podridas, tratando de atender a sus hombres lisiados, que tanto habían servido al Estado como soldados. Ludwig Schuls tenía claro que al mundo había que cambiar de una forma u otra y que su deber era ese: Ayudarlo a cambiar. Pasó la calle viendo aquellas gentes y luego de doblar la esquina se encontró ante las puertas del parlamento. El parlamento había programado una sesión especial para darle la bienvenida al Káiser y su corte quienes volvían a la ciudad. Era el momento esperado por Ludwig Schuls
Quien presidía el parlamento, Joachim Howgger, hizo sonar su martillo de madera contra la base y el murmullo que había inmediatamente acabo. Sonó la fanfarria y en la parte superior del recinto apareció el Káiser acompañado por su corte. Joachim Howgger tomo la palabra:
– Atención, Atención, el parlamento entra en sesión, leed el orden del día…
-Saludo a su serena majestad, el Káiser Guillermo II, Juramento del parlamento a su majestad, intervención de Ludwig Schuls.
Leído el orden del día Joachim Howgger entono un discurso repleto de lisonjas que duro casi las dos horas; su discurso alababa la infinita caridad del Káiser para con el pueblo y para quienes, como él, vivían de sus prebendas. Al terminar los asistentes desataron en aplausos que fueron tomados con desparpajo por Guillermo II. Concluidos, Howgger tomo juramento al parlamento quien se puso de pie (a excepción de Schuls) y una vez finalizado se le concedió la palabra a Ludwig Schuls; camino con paso firme hasta llegar al atril y mirando a los presentes y hacia el palco donde Guillermo II se encontraba, respiro profundamente y comenzó con sus palabras:
Majestad, señorías parlamentarios:
Por vez primera, se da para los anales de este parlamento, la oportunidad de no venir a discutir y aprobar leyes que den más privilegios a quienes ya lo tenemos, sino de poder hablar del pueblo; de quien está a las afueras de este recinto soportando los embates de la naturaleza y de quienes con desparpajos los tratan. Por vez primera, y a lo mejor única, este parlamento recuperará su esencia y hablará de quienes debe hablar: Hablara del pueblo a no dudar.
Habrá quienes nos griten, nos vituperen. Habrá, uno que otro, que nos amenace con la represión o nos muestre el camino a la muerte misma y si ha de ser así, pues que así sea. Callar la verdad cuando ella misma se devela en todos lados sería un insulto, inclusive, al mismo Dios. Que se diga lo que se deba de decir, pues como dijo el mismo Cesar al cruzar el rubicón: Alea Iacta Est (La suerte está echada).
Hemos de responder, antes de ir al punto central de lo que pretendemos, a unos cuantos que nos han mirado con desparpajo por no haber tomado el juramento; que oprobio hubiésemos cometido si hubiésemos tomado ese juramento. Solo juramos lealtad al Dios de los cielos y a nuestra mamada que nos espera cada noche, jurad algo por quien no sentimos lo que se jura seria desconocernos y desconocer a quienes habitan este mundo. Si, parlamentarios, no reconocemos otra autoridad que la del hombre, no reconocemos otra autoridad diferente, sino a la autoridad la del propio Dios. Los monarcas cuando se creen más que Dios y más que los hombres terminan por ser tiranos que solo, y por naturaleza, piensan en sí y para nadie más.
No tenemos temor de señalar a vuestra majestad, a vuestro sequito y a este parlamento. De no hacerlo estaríamos abjurando a nuestra esencia, a nuestro origen, y de paso al mismo pueblo.
Es muy probable que de este recinto salgamos para los calabozos y finalmente para el cadalso; si ha de ser este nuestro último rosario hacia ustedes pedimos, entonces, a los ángeles que nos acojan en nuestro camino al cielo pues no podremos irnos sin que sepáis lo que pensamos sobre lo que viene ocurriendo.
No sabemos si vosotros, al caminad por las calles, has visto la miseria del pueblo, no sé si has visto a las mujeres preñadas cargando a otros críos y cocinando en desvencijados trastos la escoria que pueden encontrar en las basuras; no sabemos si también has visto a los hombres, que han vuelto de las guerras, vagabundeando por las calles. Hombres mutilados, andrajosos, vivos pero sin vida, mal trechos, que lo entregaron todo por este Estado y que ahora, como mal padre, se ha olvidado de todos ellos. Tampoco sabemos –y dudo mucho que lo sepáis- de los grandes esfuerzos que los de la gleba hacen para pagar los altos impuestos a los que, vosotros, los sometéis para llenar las arcas oficiales de las que se lucran todos los aquí presentes; y sabemos que no sabéis los millares de maltratados por quienes resguardan la seguridad pública. Hemos sospechado que algunos de vosotros deberían conocer lo que pasa… pero temen perder los privilegios que su Majestad les ha otorgado.
La miseria del pueblo, en todos sus niveles, parece ser la dicha de este parlamento pues son la grasa que engrana las maquinas que os dan riqueza; y pareciese que los gritos de dolor, de hambre, de miseria y de muerte fuesen música celestial que complace al monarca. Ver a los hombres, mujeres y niños harapientos, cual mendigos, mientras todos vosotros desfiláis con estos trajes de sastre, coméis en los banquetes y desechas la comida que sobra, parece ser el éxtasis que conduce a la felicidad de todos y hasta del Káiser.
Teníamos un ligero pálpito, pero con vuestro silencio lo comprobamos; para vosotros la miseria, la pobreza, la muerte y el hambre del pueblo son el gozo, el aliciente que mueve esa máquina vetusta, que esta enquistada en vuestros cuerpos, a la que llamáis corazón.
En este parlamento, vosotros, sois felices cuando se anuncian más y más privilegios de los gozarais si con vuestra anuencia dais por aprobado todo aquello que el Káiser os pide. Y debemos de decir que hasta nosotros mismos gozamos de aquellos privilegios cuando considerábamos como prudente lo que se hacía y hasta lo veíamos como necesario; pero al ver –ya desde hace varios meses- lo que aquellos que os hemos mencionado viven, no nos provoca ni si quiera tener afectos con nosotros mismos.
Pensad por un momento: esos que deambulan por las calles, cual muertos en vida, ven con extrañeza como nosotros, aquellos que acumulan riquezas y el propio monarca se pavonean todas las noches en sus carruajes suntuosos saliendo de los teatros o de los lupanares -donde van a descargar su libido- impunemente, mientras que ellos a duras penas van a sus hogares a oír los lamentos de sus hijos, a calmar las enfermedades o a ver a sus esposas sumergirse en el llanto.
Y si hemos pensado en aquello, debemos luego preguntarnos: ¿Cómo podemos responderle al pueblo si ni si quiera el pueblo nos importa?
Señorías: para nuestro desagrado hemos sido testigo de las tantas veces en las que el Káiser, ha llenado sus palacios con concubinas para satisfacer su cuerpo; llegando incluso a negarnos las audiencias so pretexto de acusar enfermedades ficticias cuando, y en verdad, sabemos que esta es fornicando. Cuantas veces fuimos, no solo nosotros sino otros parlamentarios, a pedir audiencia para encontrar salidas a las guerras que sufrimos… Y cuantas veces fuimos corridos de palacio, arguyendo que su majestad no se encontraba gozoso de salud, para luego saber que estaba frente a un pintor tratando de retratar su grandeza. Cuantas veces rogamos por no entrar en contiendas o conmutar penas capitales a otros hombres, Dios sabe cuántas veces lo hicimos… pero caló en oídos sordos pues sus sentencias fueron firmadas cuando el Káiser tomaba te.
Y entonces, parece que para el monarca es preferible pintarse en cuadros, negarse a los suyos que introducir sus narices en los menesteres de la población que lo reclama. Al monarca no le gusta decir que él es del pueblo sin embargo le da pan y circo. Aunque a veces pareciere que solamente le da circo con sus actos vericuetos. A no dudar que al monarca le gusta ver sus calles, cuando vuelve, cubiertas de gentes para que lo adulen… el lago donde narciso se refleja; pero de lo único que están cubiertas las calles es con los muertos que a diario en ellas quedan a causa del hambre.
El Káiser, desde su tribuna, apretaba el bastón más no perdía su compostura. Cada vez que un paje o alguien de su corte querían aproximarse, con levantar su mano, lo devolvía. Nadie había visto al Káiser obrar con calma cuando de hablar sobre su persona se trataba.
Con todo nosotros os pregunto ¿qué hacer con el pueblo en general?
Si pensáramos con la mentalidad del monarca y del parlamento definitivamente tendríamos que acudir a los militares para que con sus lanzas y bayonetas terminaran con ellos, y sabemos que en algunas ocasiones se ha hecho. Pero si fuésemos conscientes por un instante, si nos asiste tan solo un halito de humanidad deberíamos de procurar por que las rentas del Estado, que han enriquecido a unos, fuesen repartidas entre todos de manera equitativa. Que el monarca renuncie a sus excesos y que todo eso se revierta en lograr la equidad del pueblo.
Para el Káiser y vosotros solo se apela al pueblo para el pago de los impuestos y para que engorden los ejércitos reales que van a luchar las guerras. Para vosotros el pueblo es el sustento económico más no moral de un monarca, porque si moral fuera el sustento que el pueblo le da al monarca y a nosotros mismos de cierto es que el monarca y nosotros seriamos mejores gentes y hasta mejores gobernantes.
El pueblo solo nos ha servido de instrumento para conquistar nuestros particulares anhelos y luego cuando hemos puesto la bandera y reclamado lo que nos corresponde, mandamos al pueblo a las cloacas.
Nos hacemos llamar sus protectores cuando bien sabemos que somos sus más habidos persecutores.
El Káiser se hace llamar primero entre iguales, enviado de Dios, la deidad en la tierra; ¿Cómo se puede ser primero entre iguales si más bien es primero entre desiguales?, ¿Cómo puede proclamarse enviado de Dios cuando aniquila a la creación que con esmero construyó?, ¿Cómo se puede ser Káiser, como podemos ser parlamentarios, sin el favor de las personas?
¿Cómo, nosotros, nos podemos llamar parlamento sin tener el favor de quienes sufren hambrunas, pestes, miseria, muerte y desolación?
¿Cómo nos podemos llamar, si hasta nuestros nombres están manchados?
Nosotros hablamos en formas finas, nos dirigimos con el respeto a su majestad, nos tratamos de honorables y utilizamos las sutiles formas del lenguaje para darnos acatamiento mutuo. Pero cuando salimos a las calles y nos mesclamos con los otros, no usamos ese lenguaje casto sino un lenguaje chabacano, hiriente, inmisericorde, propio de trogloditas para mantener al pueblo ensimismado, acuartelado y prevenir su rebelión. Y es que con solo usar la palabra espuria: Les prometo y tras de ella el peso de la ilusión, ya les hemos maltratado al punto de desconocerlos y de paso… Traicionarlos.
¡Ese lenguaje, parlamentarios, es el que usamos!
¡Ese lenguaje es el que usa el Káiser!
¡Y de paso, con ese lenguaje es con el que estamos acabando al pueblo!
La verdad de las cosas es que nadie puede servirle a dos señores porque se termina sirviéndole a uno y despreciando al otro. Ya hemos olvidado a cual servir. Nos hemos dedicado a ser falsos profetas del bienestar y en verdad únicamente somos profetas apocalípticos que encaminamos nuestra voluntad a destruir el mundo y a salvaguardar nuestros paraísos particulares. El otro día el Káiser le daba bienaventuranzas a los que, otrora, tanto mal nos hicieron; el otro día un parlamentario levantaba su voz para azuzar por el retorno de épocas de guerra y de odio, otros apelaban a la paz plena y otros reclamaban por más baratijas de prebendas. Pero nadie aquí escuchó el clamor del pueblo harapiento y menesteroso que pedía auxilio para vivir… Los que daban y clamaban le sirvieron a un señor llamado conveniencia y los que morían clamaban por vivir al menos unos cuantos días más en esta tierra. Y no los escuchamos por que preferimos servir, ¡y de rodillas!, a esos señores que tanto nos convenían.
Y peor aun cuando el Káiser y nosotros vamos al cantón a prometer refugio, comida, ropa o leña tan solo por ganar una indulgencia y evitar el viaje al tártaro. Vamos a esos lugares dotados de un instinto ruin… Solo vamos cuando su majestad requiere favores para la guerra; somos alcahuetas que solicitamos a las esposas su viudez, a los hijos su orfandad y a las madres sus lágrimas y cuando ocurre nos olvidamos con prístina prontitud de ellas y de ellos.
Y con lo visto y hecho quisiéramos entender, a toda luz, si el ignorante es el pueblo que aún grita salves, loas y vivas al Káiser y a nosotros, o somos nosotros y el Káiser los que adolecemos de dignidad para comprender.
El pueblo está muriendo de hambre, no porque ellos quieran, sino porque a eso los hemos llevado; el pueblo no desea saber más de las virtudes heroicas del Káiser, de las intrigas palaciegas, de las óperas, de las cacerías o de las concubinas vuestras. El pueblo quiere vivir, quiere dignidad, quiere ser y no padecer.
Todo el parlamento era un valle de silencio; parecía estar en ciernes para tramar algo en contra del orador Schuls. El Káiser Guillermo II seguía sin espabilarse y por momentos ofrecía una risa seca con tinte burlón.
Hemos de decirles a los presentes, que nosotros no es que hayamos dado mucho a los pobres para que llenen sus ollas o para mitigar su dolor. Sabemos que todas vuestras gracias, e incluso el Káiser, están pensando en nosotros y sabemos que nos imaginan, en el sótano donde está el patíbulo, acribillados por la vara del verdugo o por cuenta del garrote vil. Sabemos que para ustedes, nosotros, hemos cometido un delito de lesa majestad ya que hemos insultado al Káiser y al parlamento; pero sepan todos ustedes y majestad, que nosotros somos el más nimio de vuestros problemas porque afuera el pueblo se está preparando para alzarse para saciar su hambre y dolor. Quizás disfrutéis de nuestra muerte, pero no olvidéis que afuera se cocina la vuestra sino atendéis al llamado de los que aguantan miseria para que ustedes mantengan su gloria y prestigio.
Tened por seguro que nosotros no pediremos sangre… ¡Pero ellos sí!
El recinto del parlamento se alteró; murmullos calmados y airados se escuchaban; los parlamentarios vociferaban en voz alta todo tipo de palabras. Ludwig Schuls sabía muy bien que la palabra proscrita entre la nobleza y los mismos parlamentarios era sangre y al decirla había tocado fibras profundas. Joachim Howgger tuvo que usar el martillo varias veces para calmar las voces belicosas de quienes pedían que le cortaran la palabra a Schuls; sin embargo, Howgger, se la retorno.
Majestad y parlamentarios: El pueblo no entiende de acuerdos o de componendas entre nosotros para cesar el hambre, la muerte y la miseria. El pueblo no entiende, ni por un breve instante, como los enemigos deambulan enriquecidos por las calles, como los que pidieron la guerra que nos aniquilo aún conservan sus privilegios y de cómo quienes quieren que todo sea común tienen objetos privados. No señorías, el pueblo solo entiende de vida o muerte. Vida para quien lo ayuda, lo respeta y estima; muerte para quien lo oprime, lo vitupera y lo condena al olvido.
Nosotros creemos que cuando se ataca al pueblo es mejor una de estas dos opciones: como primera, matarlos a todos para sosegar, apagar, la sed de venganza que se gesta o, como segunda, buscar mejor el trato no para apaciguarlos sino para devolverles la dignidad que con estas conductas espurias les hemos atracado.
Que quede para los anales que aún estamos a tiempo o para vivir nuestras vidas o para verlas terminadas a causa de nuestra decidía.
En vuestras manos majestad y en las nuestras estamos todos…
Al terminar su discurso Ludwig Schuls retorno a su puesto. Estaba seguro que no volvería a ver a su esposa, que no volvería a ver la luz del sol entrando por la ventana ni que tampoco volvería a caminar por las calles de su amada ciudad; otros parlamentarios tomaron la palabra y atizaron las hogueras del desprecio y del odio. Unos pedían la cabeza de Schuls, otros arreciar contra el pueblo y algunos, pavoneándose de moderados, pedían un dialogo entre el pueblo y la nobleza.
A las gentes de la calle les había llegado la noticia, que en el parlamento, se debatía sobre ellos y fueron aglutinándose a las afueras. Pasaban los minutos y más gentes se hacían en la parte exterior en espera de algún resultado. Adentro aquello era un hervidero, el Káiser Guillermo II y su corte, se había retirado del recinto temiendo que aquello se convirtiere en una revuelta; las gentes eran más y más casi un millar, la policía comenzó a rodear el parlamento para evitar lo peor. Ludwig Schuls en medio del bullicio tomo de nuevo la palabra; a las barras, donde se hacia la gente, habían logrado ingresar unas cuantas personas para oír lo que pasaba.
“¡Parlamentarios! Escuchad como afuera se aglutina el pueblo… Escuchadlo. No os hagáis los sordos ante lo que está por venir. El pueblo no acepta razones que no entiende, no porque sea iletrado sino porque con la vida en juego no hay razones que valgan para que se apacigüe. Podríamos darles hoy todo lo que no les hemos dado, ¿pero que les daríamos mañana?
Pobre de vosotros parlamentarios, ya el Káiser y su corte se ha ido y que será de ustedes.; expíen sus culpas ahora, ayudad a quienes lo merecen, no salgáis a correr porque así seréis como el Káiser
A lo mejor, parlamentarios, somos uno más de vosotros… A lo mejor este acto de contrición que hoy hemos hecho de nada nos sirva a la hora de que enfrentemos al pueblo en su juicio, como parece que se avecina… Pero si de algo sirve decirlo, nosotros si nos arrepentimos y renunciamos a ser hijos de este parlamento y de este pútrido reino hasta tanto, el pueblo, no ocupe el lugar que la propia naturaleza le indica.
Nos atrevemos a decir que no reconocemos más al Káiser, quien se ausenta de la realidad -¿Dónde está en este momento?- ni tampoco reconocemos a este parlamento que lo secunda. No tenemos temor, como lo hemos dicho, de sufrir la ira de quienes quieren vernos morir porque a morir estamos preparado; pedimos, eso sí, que a nuestra esposa la dejen vivir tranquila y no se le tache por lo que hoy hacemos; más con voz altiva lo decimos, porque nos hemos convencido: ¡Vida para el pueblo!”
El jefe de la policía de la ciudad quiso poner bajo arresto a Ludwig Schuls, pero varias personas que estaban en las barras del parlamento bajaron hasta el piso donde estaban los puestos de los parlamentarios y lo rodearon para sacarlo del parlamento.
Las gentes encabritadas ya se alzaban contra la policía y se había dado la orden de que la caballería entrara a la ciudad; Ludwig Schuls fue sacado por varias personas y llevado hasta su casa, la ciudad estaba en efervescencia.
Al llegar al hogar su esposa lo esperaba atemorizada.
-¿Qué sucede Ludwig?
-Debemos irnos, empaca lo que puedas…
-¿Por qué? ¿Por qué debemos irnos?
-Porque dije la verdad
-¿Y si dijiste la verdad por qué debemos irnos?
-Para no quedarnos, en lugar como este, donde les gustan las mentiras.