A María Isabel Pardo y Patricia A. Ocampo
En estos días de convalecencia llegó a mis manos, para revisión, una monografía de unos estudiantes del programa de Derecho de la Corporación Universitaria Americana, la cual lleva por título “Análisis de la ley 1850 de 2017 respecto a la protección del adulto mayor en estado solitario”. Como todo escrito monográfico contemporáneo su contenido era una mera descripción interpretativa de lo que la norma puede hacer por aquellos ancianos que se encuentran solos -aunque yo diría que abandonados- en la vida.
Sin embargo, me resultó particular, que en una página –a manera de exordio inicial- trajesen un pequeño cuento cuyo autor no me era familiar: François Lussien; el texto –intitulado- “el beso de la bala”, pertenecía a un libro mayor llamado “El orden de la nada”. Luego de brindar mi concepto, que de paso sea dicho fue favorable condicionado (había que ajustar la redacción en el capítulo segundo), dialogué con uno de los autores del corpus monográfico y le pregunté respecto al texto citado. Sorprendido el alumno, por aquello que me preocupaba más un texto literario que el plus jurídico elaborado por ellos, me facilitó el libro de Lussien.
El libro fue editado por la editorial Éditions Denoël hacia el año 1970, en una segunda reimpresión. Se observa la nota bibliográfica en la cual destaca que el autor estudió en La Sorbonne hacia el año 1929, fue parte de la resistencia francesa durante la ocupación nazi y posteriormente sirvió en el ministerio de cultura como asistente del ministro Pierre-Olivier Lapie para retirarse en Guayana en donde falleció por causas naturales en 1982. Dice, además, la nota “que el autor combina la observación cotidiana con soliloquios excepcionales para narrar la naturaleza propia del ser humano en sus situaciones más íntimas”.
Dejo en manos del lector uno de esos cuentos, precisamente el que fue llevado por mis estudiantes a su texto y que yo hoy reproduzco:
“No fue mi mejor día. Hoy me levanté con mis manos temblorosas, mi vejiga acumulada y mi espalda doliendo. Sin embargo, pude ponerme de pie y caminar hasta el baño; no fue una vista muy agradable ver frente al espejo estos despojos en los que me había convertido. Al salir, hice un café que me quedo amargo, me prendí un cigarrillo y tomé no sé cuántas pastillas para aliviar mis males. Por un descuido –quizás voluntario- dije tu nombre, pero no me contestaste, volví y lo dije, pero nadie respondió… Me acordé –a lo mejor las pastillas hicieron su efecto- que ya no estabas en este mundo, que hacía más de veinte años que habías muerto en la misma cama en que duermo.
Por primera vez desde tu partida –a lo mejor ayer lo había sentido- lloré desconsoladamente. Mis lágrimas siguieron cayendo y yo continué con lo que tenía que hacer. Me puse mi ropa lenta y temblorosamente y salí al parque; recordé como tú y yo caminábamos y corríamos enamorados, yo me quedaba viendo tus ojos y tú los míos, ninguna palabra era suficiente y optábamos por callar y besarnos.
Me he sentado en el parque y veo a tanta gente pasar, gente que no conozco (o que no me conocen), palomas, pájaros y otros seres que ya mi memoria no retiene. Compre algo de maíz para darle a las palomas, como lo hacíamos tu y yo, quise pararme y correr detrás de ellas, igual que en aquel entonces, pero mis pies no respondieron; me he caído y si no es por varias personas seguramente allí me hubiera quedado, en el suelo, un buen tiempo.
Volví a casa, caminé muy despacio. Me he acordado –un intervalo de lucidez a lo mejor- y pasé por donde te velaron cuando falleciste y maldije al dios en el que los otros creen por haberte llevado. Créeme cuando te digo que lloré porque no pude acordarme –amada- si le di un beso a tu ataúd, si lo abracé o si lo abrí para darte la despedida.
Pude llegar a casa y siento como todo se va desvaneciendo, mi espalda nuevamente duele, la vejiga arde y las manos están volviendo a ser incontrolables. Invoqué a los demiurgos, con voz de auxilio reclamé tu nombre, pero no apareciste; los anaqueles con libros son amplios y están llenos, pero mi corazón sin ti está vacío y lleno de miedo.
Pero antes que todo se disipe, me he de revelar en contra de la naturaleza y de su creador; no cumpliré la condena que me ha impuesto que es vivir y por el contrario ya abriré las puertas para ir donde tu estás.
La vida no vale la pena vivirla si no estás, el mundo puede estar lleno de gentes, pero el mío está solitario. Abrí el cajón donde guardo mi arma, el arma que tantas veces quisiste que botara; le he puesto sus balas y la miro, ella me seduce y yo esta vez no impediré sus actos.
No estás, es cierto. Ya no me besas y eso me arde en la piel. Antes de que se me olvide todo, lo haré… Sentiré el último beso, el beso de la bala, que me llevará hacia ti; aunque mañana todo se repita una vez más”.
LUSSIEN François. El Orden de la nada. Ed, Ëditions Denoël. 1970. P. 98.