A Daniela y a Bibiana.
Cada vez que salgo de mi trabajo, ubicado en toda la avenida La Playa, siempre tengo por costumbre fumarme un cigarrillo y mirar a la gente que camina; no podría decir con claridad a qué se debe ese gusto pero es algo que hago desde tiempo atrás. Alguna vez le comente de mi “afición” a un amigo psicólogo y me dijo –entre risas- que me estaba enloqueciendo y estuve a punto de creerle si no fuera porque yo mismo no me sentía loco; también le comenté del asunto a varios amigos abogados y opinaron de variada forma… Pero, lograr un criterio unificado en un grupo de abogados es una tarea imposible.
Lo cierto es que ver a la gente me ha llevado a comprender cómo todos van cambiando y van cambiando. La gente de hoy no es la misma gente que yo veía desde la ventana de la cocina de la casa de mis padres cuando era niño, ni la de hoy será la misma que la de mañana; la gente cambia y con ella la sociedad, pero eso no parece aplicar para estas épocas porque la sociedad muta en formas aceleradas y las gentes se quedan estáticas disfrutando de lo ajeno de la permutación sin que esta sea propia.
Recuerdo que cuando comencé a ver a las personas había un norte a seguir, un destino que alcanzar, unas metas que conseguir, un broche que cruzar, se respiraba esa necesidad y hoy parece que nada se lucha, que nada se conquista sino que se adquiere con el pulsar de un dedo en un pequeño dispositivo. Quienes tenían la necesidad de alcanzar un norte eran unos revolucionarios pues sacudían el orden de lo establecido. Y había que ver de que forma lo sacudían. En aquellos momentos revolucionar era tocar la base social, ir y mover lo profundo para provocar la evolución necesaria; hoy pareciese que el proceso es a la inversa.
A las gentes se les proscribió la palabra revolución y esa proscripción –más por efectos del lenguaje- fue traída al campo social y ya nadie, nadie, quiere revolucionar la existencia porque teme ser tachado de subversivo.
Yo veo hoy las gentes, mientras me fumo mi cigarrillo, y me da lástima saber que se rindieron tan fácilmente al ingenio y dejaron de ser; nadie le apuesta a la apertura de nuevas utopías, desafíos y fronteras. Todo se deja a la deriva para que se ahogue en los mares bravíos de lo que se ha vuelto este mundo. Solo fue alcanzar el cielo, lanzarse a la mar, traspasar el espacio, conquistar lo invisible y dominar todo aquello posible de dominar para que hubiese un estancamiento y el humano –sea lo que eso signifique- terminase siendo perezoso.
Yo recuerdo que otrora, el límite era arañar, revolcar lo imposible. Sin embargo, hoy –y a estas fechas- la desidia rampante pulula y ya se vive por cumplir más con un ciclo biológico que por dejar huella.
Que montón de cosas se pueden ver cuando se fuma un cigarrillo…
Boté el cigarrillo, y camine avenida La playa abajo a llegar a la oriental para tomar rumbo a la estación del metro de parque Berrio. Al pasar la barrera y comenzar a subir a la plataforma se ve un pequeño contenedor donde -y por lo general- se encuentran libros para poder leer en la estación o en los vagones; con un condicionante, a mi modo de ver muy hermoso, y es retornar el texto para que otros tengan la oportunidad de leerlo. Esta idea –posteriormente lo supe- es del mismo Metro y de Comfama y se conoce como “palabras rodantes”, una apuesta valiente en medio de épocas grises.
Volviendo al asunto, tomé uno de esos libros cuyo nombre era “Dos versiones de un hombre” y su autor J.L.L de Guevara (Juan Luis Ladrón de Guevara) quien –y según la nota biográfica de la tapa- es sociólogo de la Universidad de Lovaina en Bélgica, miembro de la sociedad internacional para el estudio social en Francia y profesor de la Universidad Nacional de Colombia. Comencé a leer el libro en la estación, luego de 40 minutos, de varios trenes pasados y un reclamo de un auxiliar bachiller de policía, abordé el tren continuando con la lectura y si bien debía bajarme en la estación Envigado, terminé en la última estación del sistema, otra vez, requerido por otro auxiliar bachiller de policía. El texto es atrapante, sobre todo porque contiene pequeñas historias que atacan el diario vivir de estas épocas. Unas historias, apenas, para los que fumamos cigarrillos viendo la gente; dejó entonces a consideración uno de los textos allí incluidos:
–Como hacer la revolución-
“Un día cualquiera me levanté y sentí que el mundo estaba mal. Me fui para mi estudio y mientras leía las páginas uno o varios libros muchos marcharon, lanzaron piedras, gritaron arengas, fueron reprimidos, desaparecidos, muertos hubo lado y del otro, y el Estado y los políticos a eso, que hicieron, lo llamaron revolución.
Otro día, me levanté aturdido sintiendo que el mundo estaba en vías de ser un caos completo; tomé el tren para ir a mi trabajo, y en el, un hombre comenzó a tocar su violín; tocaba unas notas celestiales, que reconfortaban el ánimo y al llegar al destino, unos de uniforme, a empellones sacaron al hombre y todo en nombre de la ley y el orden… Me dije en ese momento que ahí hicieron falta revolucionarios para hacer la revolución.
Ya, otro día cualquiera, me levanté y presentí mi muerte. Salí a caminar por lo que quedaba de calles y miraba como todo el mundo se había entregado al gris de los edificios y al negro de los trajes. A la altivez de las ideas mal vertidas, al enojo de la madurez y a la esclavitud de la tecnología; rogué a los dioses (como último recurso, ante la ausencia de seres humanos) para que aquello fuese un sueño, pero me acordé que los dioses, como siempre, son ideas de soberbia y entonces pensé en hacer algo y lo hice… Me desnude y camine desnudo por las calles; así hice la revolución.”