“Si queremos una sociedad diferente, debemos formar líderes diferentes: personas con vocación de servicio, con sentido de lo público, y con la firmeza de actuar con coherencia ética, incluso cuando nadie los esté mirando.”
Durante décadas, las elecciones estudiantiles en colegios y universidades han sido presentadas como un semillero de formación democrática; un espacio diseñado para que los jóvenes aprendan a ejercer ciudadanía, liderazgo y responsabilidad colectiva. Así lo establece la Ley 115 de 1994 (Ley General de Educación) y su Decreto Reglamentario 1860 del mismo año, al reconocer el Gobierno Escolar y la promoción de espacios democráticos internos en universidades como un mecanismo pedagógico que busca formar ciudadanos críticos, participativos y conscientes de su entorno social y político. En teoría, estas elecciones no son meros simulacros, ni formalidades caprichosas: son el ejercicio primario del derecho fundamental a la participación, consagrado en el artículo 40 de la Constitución Política, que reconoce el derecho de todo ciudadano a elegir y ser elegido, a conformar partidos políticos y a participar en la conformación, ejercicio y control del poder político.
Sin embargo, la brecha entre la teoría y la práctica es alarmante. Lo que debería ser una escuela de ciudadanía termina, en muchos casos, como un espectáculo grotesco donde se reproducen —a pequeña escala— las prácticas más cuestionables de la política tradicional: clientelismo, tráfico de influencias, manipulación electoral, populismo y un descarado culto a la imagen. Las elecciones estudiantiles se convierten en un teatro de la politiquería, donde el poder no se ejerce para representar intereses colectivos, sino para figurar, para obtener beneficios personales o para proyectar ambiciones de corto plazo.
Surge así una fauna particular: los llamados “cucarachos” —jóvenes que emergen únicamente en época de elecciones, prometen hasta la luna, reparten dulces, organizan rifas, lanzan frases vacías como “todos somos importantes” o “escuchemos la voz del pueblo”, y luego desaparecen una vez asegurado su pequeño trono de cartón—. Son personajes que no representan a nadie, pero quieren aparecer en todo; que no proponen nada, pero se creen imprescindibles; que convierten los espacios de liderazgo en vitrinas para inflar su hoja de vida o sembrar las semillas de futuras aspiraciones políticas.
Este fenómeno no ocurre en el vacío. Detrás de estos jóvenes oportunistas, muchas veces, hay estructuras de poder informales: rectores, directivos, coordinadores y hasta docentes que los apadrinan, les permiten manejar presupuestos, manipular procesos, desviar recursos o incluso torcer decisiones en su favor. En algunos casos, los proyectos presentados por representantes estudiantiles se convierten en fachadas para justificar gastos cuestionables, y las elecciones se transforman en simulacros funcionales para maquillar informes de gestión o cumplir requisitos legales, mientras la verdadera toma de decisiones permanece restringida a unos pocos.
El daño es profundo y sistémico. Cuando la politiquería se infiltra en los espacios educativos, no solo se pervierte la finalidad de la participación, sino que se normaliza una cultura del poder basada en el oportunismo, la manipulación y el beneficio personal. Así, se enseña —con el ejemplo— que el poder no es un medio para servir a los demás, sino un recurso para servirse a sí mismo; que las elecciones no son un ejercicio deliberativo para elegir a los mejores, sino un juego de astucia donde gana quien más promesas vacías haga o quien logre captar más votos a punta de estrategias populistas.
Este no es un problema menor. Al trivializar los procesos de participación, se está incubando la corrupción a nivel micro, la misma que luego —en la vida “adulta”— se manifiesta en prácticas como la compra de votos, el clientelismo, el nepotismo, el uso indebido de recursos públicos y la manipulación de las instituciones. En otras palabras, estamos normalizando, en las aulas, las lógicas perversas que después se reproducen en los escenarios de la política real.
Desde una perspectiva normativa, esta situación contraviene directamente los fines esenciales de la educación, establecidos en la Ley 115, que exige formar ciudadanos capaces de participar activamente en la vida social, económica y política de la Nación, con sentido ético y compromiso democrático. Además, constituye una vulneración a los derechos fundamentales de los estudiantes: el derecho a la participación efectiva, la igualdad de condiciones, la representación auténtica y el acceso a espacios de liderazgo transparentes y legítimos.
Frente a esta realidad, es urgente replantear el sentido de las elecciones estudiantiles. No basta con cumplir el requisito formal de abrir las urnas: es necesario garantizar que estos procesos sean espacios de formación en cultura política, de debate de ideas, de construcción colectiva y de ejercicio ético del liderazgo. Esto implica: I) Implementar programas de formación en ciudadanía, democracia y ética pública, antes y durante los procesos electorales, II) establecer mecanismos de veeduría interna y externa que permitan detectar y sancionar prácticas indebidas, III) exigir planes de gobierno claros, viables y orientados al beneficio colectivo, no al lucimiento individual, IV) promover la alternancia de liderazgos para evitar la concentración de poder en pequeños grupos, y V) fortalecer los canales de control, seguimiento y evaluación de las propuestas presentadas por los representantes elegidos.
La democracia no es un adorno ni un mero formalismo; es un proceso complejo que requiere compromiso, ética y responsabilidad. Y su defensa comienza en las aulas. Si en los colegios y universidades se enseña que la política es un juego sucio donde todo vale para ganar, estamos condenando a nuestra sociedad a reproducir —una y otra vez— los vicios de siempre.
No podemos seguir normalizando la cultura del “cucaracho” en los espacios de representación estudiantil. No podemos permitir que las aulas se conviertan en laboratorios de corrupción, disfrazados de participación democrática. Si queremos una sociedad diferente, debemos formar líderes diferentes: personas con vocación de servicio, con sentido de lo público, y con la firmeza de actuar con coherencia ética, incluso cuando nadie los esté mirando.
La democracia comienza en las aulas. Si la corrompemos allí, estamos sembrando la semilla de nuestra propia degradación como sociedad. Ha de recuperarse el sentido original de la participación: no como un medio para figurar, sino como un compromiso para transformar.
Referencias:
Ley 115 de 1994 – Ley General de Educación: https://www.mineducacion.gov.co/1621/articles-85906_archivo_pdf.pdf
Decreto 1860 de 1994 – Reglamentación de la Ley 115 de 1994: https://www.mineducacion.gov.co/1621/articles-172061_archivo_pdf_decreto1860_94.pdf
Artículo 40 – Constitución Política de Colombia:
http://www.secretariasenado.gov.co/senado/basedoc/constitucion_politica_1991.html
El Impacto de la Corrupción en la Cultura Política de los Jóvenes Universitarios en Bogotá – Universidad de La Sabana: https://intellectum.unisabana.edu.co/bitstream/handle/10818/36867/final.pdf?sequence=1&isAllowed=y
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