Y ahora llega otro Ministro cuya legitimidad de origen, según el Presidente, es haber nacido en un Hospital militar como si el acta de nacimiento no solo fuera de reclutamiento sino también de ascenso. Una presentación con ese contenido y con la solemne seriedad que se pregonó parece confirmar que aquí la Ilustración es apenas un brochazo en el lienzo colonial porque revive la naturaleza hereditaria del poder tan propia de monarcas absolutistas como Enrique VIII o los Reyes Católicos.
Como hoy la percepción o la imagen es más importante que la realidad, las Fuerzas Militares tienen un teatro de operaciones paralelo en los medios de comunicación y para operar en ese teatro se eligen y se nombran en Colombia a los Ministros de Defensa. Con una actitud cada vez más defensiva y evasiva no es casual que esos nombramientos y su gestión tengan mucho de comedia televisiva paralela y muy distinta, cuando no contraria, a la realidad de la guerra que se vive en zonas de conflicto, a la forma en que se ejerce el monopolio sobre el uso legítimo de la violencia que es la razón de ser de la gente oficialmente armada, a la forma en que se administran los recursos para ejercer ese monopolio y a los negocios particulares y las conductas civiles de los militares. Y tampoco es casual que los ministros de defensa sean tan regañones hacia afuera y tan obsecuentes hacia adentro.
Para cumplir ese papel ya tuvimos un Ministro de Defensa, prestado de un cuadro de Botero, con cuerpo de bonachón pero talante de caporal, cuya legitimidad de origen asentó el Presidente en su éxito como empresario y comerciante si bien terminó legitimando su gestión por su eficiente tarea como asoleador de ropa. Aunque para muchos su labor fue desgraciada y solo agregó otro ejemplo de que hay viejos que no pasan de la niñez o la siguen viviendo maliciosamente para conseguir dulces, para la Fuerzas Militares desarrolló con excelencia el libreto asignado en esa área de operaciones auxiliares que es la guerra por la percepción.
Y ahora llega otro Ministro cuya legitimidad de origen, según el Presidente, es haber nacido en un Hospital militar como si el acta de nacimiento no solo fuera de reclutamiento sino también de ascenso. Una presentación con ese contenido y con la solemne seriedad que se pregonó parece confirmar que aquí la Ilustración es apenas un brochazo en el lienzo colonial porque revive la naturaleza hereditaria del poder tan propia de monarcas absolutistas como Enrique VIII o los Reyes Católicos. Como este tipo de anuncios de las gentes de poder suelen ser presagios, es dable esperar que la legitimación de origen natural escale hasta la de origen divino con lo cual queda salvada para el nuevo Ministro toda responsabilidad de error en el ejercicio del cargo, porque habrá que endilgárselos a las leyes naturales o a los designios divinos.
Aunque parece una disculpa, esta justificación del presidente, que va muy bien con el papel que el Ministro debe cumplir en ese teatro de operaciones paralelo, teje los sucesos de una vida como si estuvieran enhebrados a un destino manifiesto que suele ser la ideología antropológica de aquellos que al creerse predestinados obligan a los otros a que realicen su predestinación. Y solo una enfebrecida imaginación es capaz de esta urdimbre.
Podría resultar creíble la habilidad del pabellón de obstetricia de ese hospital para rubricar en la historia clínica el destino de un bebé por su primer berrido si nos atenemos a historias como la de Etelvina, ilustre comadrona de mi pueblo, quien, sin ninguna licencia obstétrica, alardeaba de predestinar presagiando según el tono y el calibre del primer llanto. Y se podría alegar también en favor del Presidente que hay antecedentes más ilustres como el de Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia, de quien al nacer ya se sabía que iba a ser Rey, pero fue proclamado con un año de edad a la muerte de su madre María Estuardo.
Pero con todo y lo atractivo que parece este cuadro urdido tan prolijamente por la monárquica imaginación presidencial, a mí no me encuadran pañales de bebé en dril camuflado ni escarpines tejidos en lona azul celeste y con suela todoterreno.
Toda esta especie de comedia sobre los ministros de defensa, me devuelve del recuerdo de mi infancia de televidente prepago en televisores ajenos, una serie de televisión, Gomer Pyle, que me divertía mucho porque retrataba las graciosas cotidianidades de un soldado desmañado y patoso en la rutina militar pero diligente y voluntarioso en las tareas auxiliares que se le asignaban. Muchos años después vine a saber que el simpático Pyle formaba parte de la Primera Clase Privada (PFC ) del Cuerpo de Marines de USA (USMC) y que en ese nivel ocupaba el rango más bajo de los reclutas que sirven en el ejército como personal subalterno y que nunca ascendió por méritos militares porque su torpeza, aunque graciosa, no estaba hecha para la milicia; pero también vine a saber que la comedia buscaba legitimar la rudeza de los USMC porque, al contrario de lo que pensábamos los niños televidentes, la figura de Pyle no representaba una sátira burlesca contra los disciplinados, rudos y desapacibles militares de cuerpo como el Instructor Carter, un Sargento Mayor típico, ni tampoco era una crítica a sus excesos en el uso del monopolio legítimo de la violencia que es su razón de ser, sino que, al contrario, éstos toleraban sus graciosas e inocuas torpezas de militar advenedizo, se burlaban de sus ocurrencias y terminaban convirtiéndolas en complemento cómico e inocuo de la faena militar. Como cuando uno se burla de sí mismo para aquietar borrascas morales.
A la manera de Gomer Pyle, el personaje y la comedia, tenemos, pues, ministros para cuidar la ostra.
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