¿De la Casa Rosada a la Casa Tomada? El cuento repetido del outsider argentino

Milei

“¿Han muerto, entonces, estos relatos? No, no del todo. Pero ciertamente están en crisis. Hay, sobre todo, una crisis de significado. ¿Qué significa la libertad? ¿Cuáles son las dimensiones de esta que contemplamos para nosotros y para los otros?”.


 

Ya hace unos días que Javier Milei ganó las elecciones presidenciales en la Argentina y poco tiempo falta para que se posesione en el cargo. La Casa Rosada tomará los colores —amarillo y negro— del anarcocapitalismo, doctrina económica y política que, dice el presidente electo, representa él y sobre la cual se edificará su ejercicio gubernamental. La disputa por el poder generó todo tipo de controversias porque el entonces candidato sobrepasó los límites de lo políticamente correcto, pero su victoria fue contundente, con casi tres millones de votos de diferencia sobre su rival, Sergio Massa, «candidato del establecimiento». Ahora bien, más allá de controversias y preferencias, hay un hecho incontestable: Milei fue elegido en democracia, y ahora le corresponde al pueblo argentino evaluar, a posteriori, las consecuencias de su elección.

Este reciente acontecimiento en el panorama electoral de nuestra América latina presenta dos caras que vale la pena mencionar. Por un lado, está la novedad. Como ya lo han señalado varios analistas de diversas tendencias políticas, la escogencia que han hecho los argentinos es novedosa para ellos en la medida en que les permite, en el variopinto panorama de la democracia electoral, optar por una alternativa diferente al kirchnerismo y, de paso, hacerle una un ajuste de cuentas por la difícil situación económica que atraviesa el pueblo gracias a su muy cuestionable gestión. Por otro lado, y en lo que respecta al panorama político mundial, está la repetición, pues en Argentina se reproduce la misma situación de naciones como Estados Unidos, Brasil, El Salvador, Italia y Países Bajos; es decir, resultan elegidos personajes calificados como outsiders de la política, figuras que se presentan como independientes, alternativos y externos a: la clase política, las prácticas políticas tradicionales de cada nación, y sus respectivas organizaciones partidistas. Así aparecieron como fenómenos políticos individuos tales como Donald Trump, Jair Bolsonaro, Nayib Bukele, Giorgia Meloni o Geert Wilders, los anti-establishment.

Una vez consumada la repetición, el outsider-anti-establishment argentino —sí, irónicamente coterráneo de grandes narradores hispanohablantes como Borges, Cortázar, Pizarnik y Sábato—, en una parte del discurso que ofreció tras ganar los comicios, dice que: “(…) hoy comienza el fin de la decadencia argentina, hoy empezamos a dar vuelta a la página de nuestra historia”. No es extraño que el electo mandatario profiera estas palabras en tono profético, pues es bien sabido que al economista libertario se le da bien eso de hacer política con una carga místico-religiosa bastante particular. No obstante, es en el tono profético en donde radica lo interesante de las mismas. Detengámonos en algunas preguntas que se pueden plantear en torno a estas afirmaciones, pensadas desde una perspectiva más amplia que el contexto en el que se dan, es decir, detengámonos a pensar no solo qué representa el comienzo del fin de la decadencia o la vuelta de página la historia de Argentina, sino que fijemos la atención en las siguientes cuestiones: ¿A qué le ponen fin o qué página de la historia de la política voltean este tipo de personajes que hoy aparecen por todas partes? ¿qué es lo que hay detrás del posicionamiento de estos discursos que se revisten de independencia, alternatividad y exterioridad?

Una posible respuesta a estas preguntas y, de hecho, la más común, es que este tipo de figurines políticos hacen su aparición porque la forma tradicional de hacer política ha caído en desuso, como consecuencia de su descrédito. Dicho de otro modo, la gente (no importa de qué parte del mundo estemos hablando), ya no cree en esa concepción tradicional de la política que se sustentaba en organizaciones de tipo partidista, con una raíz ideológica, política y económica definida; y no creen porque, salvando las distancias contextuales —claro está—, el clientelismo, la corrupción y la inoperancia las convirtieron en elementos corruptores del Estado. Así las cosas, este descrédito de las organizaciones sociopolíticas (los partidos de derecha o izquierda) trajo consigo una crisis institucional. Esto explica, en parte, la razón por la que un discurso que apele a la independencia, la exterioridad y la reducción parcial o total del Estado, se posicione tan fácilmente. Ninguna sociedad quiere una Estado (institución) incapaz de solucionar sus problemas fundamentales y, mucho menos, una clase dirigente corrupta que se gestó en y gracias a los modos y formas tradicionales de hacer política. La estrategia aquí consiste en desmarcarse, en ubicarse por fuera de lo político y la política en sus formas tradicionalmente establecidas. La crisis de los partidos y del Estado como institución, sin embargo, tiene un trasfondo aún más amplio: la crisis de los relatos.

Como lo señala el historiador Yuval Noah Harari en su libro 21 lecciones para el siglo XXI, “los humanos pensamos más en relatos que en hechos, números o ecuaciones, y cuanto más sencillo es el relato, mejor” (p. 18). Según nos cuenta en la primera parte del libro anteriormente citado, fueron las élites globales en Estados Unidos, Inglaterra, Alemania y la extinta URSS quienes, durante el siglo XX, “(…) formularon tres grandes relatos que pretendían explicar todo el pasado y predecir el futuro del mundo” (p. 18). Estos tres relatos a los que hace referencia el profesor Harari son: el relato liberal, el relato fascista y el relato comunista. Pues bien, muy por el contrario de lo que señala el citado profesor en su texto, parece que no hemos terminado con estos relatos del todo, pues si bien es cierto que han fracaso como proyectos políticos concretos en diferentes momentos de la historia y distintas partes del mundo, es recurrente leer y escuchar sobre el fantasma del comunismo, la inhumanidad del fascismo y las promesas del liberalismo. En todas partes son relatos funcionales para ganar adeptos y desacreditar rivales. Es más, más que denominaciones de ideologías políticas, hoy son adjetivos con los que se estigmatiza al contendiente político. Trump, Bolsonaro, Bukele Meloni, Wilders, y ahora Milei, son ejemplos de esto. No pocas veces han sido tildados como fascistas que, en efecto, volvieron a pasar. Ese calificativo se debe, en parte, a los aspectos más radicales de su discurso y práctica política. Lo paradójico del asunto es que sus posiciones políticas han sido enarboladas y elegidas en el seno de la democracia liberal, como también allí han sido votados y elegidos proyectos políticos tachados de comunistas o socialistas. ¿Han muerto, entonces, estos relatos? No, no del todo. Pero ciertamente están en crisis. Hay, sobre todo, una crisis de significado. ¿Qué significa la libertad? ¿Cuáles son las dimensiones de esta que contemplamos para nosotros y para los otros?

El ejemplo más evidente de esa crisis es que el relato liberal celebraba el valor y el poder de la libertad en sus más diversas expresiones. Las libertades personales y las oportunidades económicas protegidas en un paquete definido de derechos humanos, la importancia de la deliberación política y el voto garantizado a todos, fueron grandes gestas del liberalismo que, con el paso del tiempo, se ampliaron cada vez un poco más. Pero hoy parece que estamos mirando de cara al abismo sin miedo alguno, incapaces de reconocer las consecuencias de irnos de bruces. ¿Por qué? Porque ahora no se nos imponen los regímenes opresores, la intolerancia religiosa ni las tradiciones rígidas. Somos nosotros quienes elegimos tales cosas, quienes las votamos. La crisis del liberalismo nos llevó a preferir los muros y las vallas de alambre en las fronteras en lugar de la apertura de las mismas, todo esto en el seno de la democracia liberal. La crisis del relato se debe, por un lado, a las promesas incumplidas y, por otro, a la contradicción que engendra.

Por eso es necesario pensar, entonces, en otras alternativas discursivas, en otros relatos más elaborados, más consecuentes y eficaces que nos ayuden a comprender y, sobre todo, a superar esta contradicción y la consecuencia de la misma, a saber: caer en un cuento peligroso, el de los outsiders y los anti-establishment, en el que personajes delirantes y peligrosos podrían infringir mucho daño con el beneplácito de gran parte de la sociedad. Mientras nos da la imaginación para recrearnos políticamente, vale la pena adoptar la actitud precavida del narrador del cuento de Julio Cortázar, Casa Tomada, quien, para protegerse y proteger a su hermana, dice: “Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo” (p. 134); no vaya y sea que se queden, una vez tomada la casa por completo, con muchas de las cosas que queremos. Esa página en la historia política de Argentina ya fue terrible y desafortunadamente escrita.


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Roger Zapata Ciro

Licenciado en Filosofía (Universidad de Antioquia), estudios de Maestría en Educación, profesor de Historia de las Religiones, literatura y Filosofía.

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