La siguiente pertenece a una serie de entrevistas ficticias que el autor realizó a esos personajes escondidos que, ocultos y silenciosos, hacen del fútbol una de las más atractivas metáforas de la vida. Al menos de una parte de ella.
Vivir de espaldas a la realidad puede tener múltiples motivaciones: miedo, ignorancia, ofuscación. De hecho, cuando se dice que alguien vive de espaldas a la realidad, se suele hacer con un tono o de desprecio o de conmiseración, como queriendo decir que ese tal es un pobre hombre.
En mi caso, darle la espalda a la realidad es el único modo de ganarme la vida.
Mi trabajo consiste básicamente en mirar rostros durante una hora y media cada semana. En ese lapso de tiempo, puedo contemplar todas las facetas que derivan de las emociones humanas: alegría, rabia, tristeza, desazón, júbilo, éxtasis. De hecho, mi función principal consiste en impedir que el cauce de esas pasiones pueda resultar en un daño para alguna de esas personas que están frente a mí, pero para la mayoría de las cuales ni siquiera existo.
Pero es normal que esas personas me ignoren. Estoy aquí para ser invisible. Mi labor es como la del bombero: solamente actúo en caso de que se me necesite. Esa multitud viene para contemplar el espectáculo al que yo le doy la espalda.
Los años que llevo en este oficio me han enseñado a descubrir que la vida tiene múltiples dimensiones. En el caso del fútbol, muchos piensan que lo único importante sucede dentro del terreno de juego. La realidad –la mía también, no sólo esa que contempla mi espalda- es lo que está pasando en los ojos de la gente. La muchedumbre contempla el espectáculo. Yo contemplo a la muchedumbre, que es un espectáculo en sí mismo.
Tanto tiempo de cara a la tribuna me ha enseñado a definir el fútbol, sobre todo, como una motivación. Pero una motivación distinta para cada persona, porque los anhelos y los miedos de cada uno son distintos. Alguno me dirá que no, que son iguales: anhelo de victoria y miedo a la derrota. Y yo le diré que sí, pero que el modo en que se expresan varía tanto como varían los partidos.
Digo esto porque también he aprendido que cada partido es distinto (lo digo yo, que en quince años no he mirado una sola vez a la cancha). Y lo digo precisamente porque lo leo en los rostros de la gente. En todo este tiempo, como es obvio, he visto repetirse muchas veces los mismos duelos. Pero, aunque sean los mismos equipos, los mismos jugadores, jamás ha tenido lugar un encuentro que se parezca al anterior.
¿Por qué? No lo sé, esa pregunta no debería hacérmela a mí. No soy ni entrenador ni psicólogo ni periodista deportivo.
¿Qué si alguna vez se me ha ocurrido mirar para atrás, para la cancha? Antes sí. Millones de veces. En cada partido. Pero resulta que tengo una hija, a la que tengo que mantener yo solo. Cuando sabes que lo único que tienes en la vida depende de que no mires para atrás, no hay golazo que valga.
Además, viendo las caras de la gente ya soy capaz de imaginarme perfectamente cómo fue la jugada. Hay un rostro para cada cosa: penaltis atajados, tiros libres al ángulo, pedir la expulsión del rival, insultos al árbitro, etcétera. Pero la cara que más me gusta, porque fue la que más me costó descifrar, es la que ponen algunos cuando el defensa le hace un pase atrás el portero. Siempre que éste último despeja con éxito, dejan salir un resoplido de alivio.
¿Lo más impresionante que he vivido en este tiempo? Sin duda alguna, la experiencia de la lealtad. Hay personas que vienen religiosamente a todos los partidos. Para mí lo más impactante era ver al señor de la tribuna de arriba a la derecha. Murió hace un par de años, con 83 recién cumplidos. Desde que comencé a trabajar aquí, no faltó a un solo partido. Y en esos quince años, su equipo no ganó ni un título. Se llevó a la tumba centenares de derrotas. Pero cuando yo lo veía dejar el estadio –siempre el último en salir-, parecía como si cada decepción fuera la primera. Como si realmente esperara que las cosas cambiaran. Una esperanza que seguramente se fundaba en la convicción de que cada partido era distinto. Ya dije que yo también lo pienso. Pero, aunque cada partido sea distinto, muchas veces el resultado es igual. Básicamente porque el fútbol no conoce la palabra justicia.
Pasaron los años, los jugadores y entrenadores. Pero el señor de la tribuna de arriba a la derecha nunca dejó de venir.
¿Lo que más me disgusta de mi trabajo? Ser testigo de la irracionalidad de algunas personas, que se excusan en la pasión para insultar a todo lo que se ponga en frente. No puedo no pensar en esos señores tan elegantes de la zona de preferencia, que están increpando al árbitro desde que sale a calentar. Como si fuera un mono de circo que viene a divertirlos. Aunque lo más me genera desazón es ver a una mujer gritando groserías. La corrupción de los mejores es lo peor, decía mi tío (el que sabía leer). Siempre pienso en esa frase cuando veo cómo lo más bonito del mundo, el genio femenino, se abaja para decir cosas feas.
No mires para atrás. Ese fue el mandato que recibí el día en que me dieron este trabajo. Sin embargo, puedo decir que en estos quince años lo he vivido todo. Aunque no lo haya visto nunca.