La sociedad se ha convertido en productora y consumidora de espectáculos. Lo que sea atrayente a los ojos, a las sensaciones y emociones es a lo que se le da importancia. Y aunque esto pueda sonar como si fuera culpa de la revolución digital y de las nuevas tecnologías —que por supuesto lo han catalizado—, en realidad tiene sus orígenes mucho tiempo atrás. Gilles Lipovetsky, sociólogo francés, afirma que el hombre estuvo tan saturado de imágenes crudas y violentas durante la Segunda Guerra Mundial, que quedó de cierta manera acostumbrado a estas, e hizo que su capacidad visual se agudizara y sensibilizara, por lo que siguió exigiendo imágenes constantemente. Además, la frecuente explotación de emociones en la guerra hizo que el hombre sintiera un vacío constante, y lo obligó a volcarse al consumo para intentar llenarse, haciendo que las leyes del mercado y la publicidad se convirtieran en las imperantes.
La política no logró escapar de esto y ya no es más que otro producto que debe cumplir con las exigencias de los consumidores. Ya a los votantes no les importa tanto las ideas, sino quien las dice. Pero no es que se preocupen por su experiencia política, estudios académicos o cargos que haya tenido previamente. Lo que se discute es su vida privada y, dicho de la manera más banal posible, sus chismes. ¿Por qué?, porque es necesario humanizar lo más posible a los candidatos para que sean de fácil y rápido consumo. Al ciudadano no le interesa leer programas de gobierno, sino tabloides con notas sobre matrimonios no tan convencionales o relaciones familiares turbulentas. Solo es ver lo que pasó en las últimas elecciones presidenciales en Francia.
Los políticos no son tontos, y saben que la mayoría de sus votantes responden a todo tipo de imágenes, por lo que deciden convertir sus campañas y gestiones en todo un espectáculo. La presentación personal del político supera lo esperado normalmente (una buena higiene y verse bien presentado) y como dice Mario Vargas Llosa, se extiende a cuidar banalidades y vanidades: “Cuidar de las arrugas, la calvicie, las canas, el tamaño de la nariz y el brillo de la dentadura, así de como del atuendo, vale tanto, y a veces más, que explicar lo que el político se propone a hacer o deshacer a la hora de gobernar”. Las campañas se dejan llevar por las leyes del mercadeo: se producen piezas publicitarias que sean sumamente gráficas y atractivas, y se hacen eslóganes que no necesariamente muestren la esencia del político, sino que rimen y sean pegajosos. Incluso, hay momentos en los que pasa de lo llamativo y entra al terreno de lo ridículo y cómico, pero, como también dice Vargas Llosa: “En la civilización del espectáculo, el cómico es el rey”. Un ejemplo de esto fue la candidata a la Cámara de Representantes del Norte del Santander, Cindy Núñez, que en un jingle decía en medio de gemidos eróticos que votaran por ella. O también cuando en octubre del 2007 el precandidato presidencial Barack Obama apareció bailando en el show de Ellen Degeneres, comenzando así una racha de apariciones en Talk Shows de comedia. En ese mes, Hilary Clinton superaba a Obama por más de veinte puntos, y luego, en enero, solo lo hacía por cuatro. Como dice Lipovetsky: «El estadio supremo de la autonomía de lo político no es la despolitización radical de las masas, es su espectacularización, su decadencia burlesca».
Y si el estadio de los políticos es la espectacularización, su escenario son los medios de comunicación. Por medio de entrevistas, debates o foros, los candidatos presentan sus espectáculos, y muchas veces gratis porque son los medios los que los invitan. Y aquí el periodismo tiene parte de la culpa. Como lo que la sociedad pide es entretenimiento, los periodistas no les exigen rigurosidad a los políticos, sino que permiten, y celebran, que en vez de que un candidato a la presidencia exponga sus ideas, toque la guitarra y cante canciones de rock en español; o que en vez de hacerle una entrevista en el que se le pregunte cómo piensa mejorar la economía, se juegue con él a quién adivina primero cuál es la canción que empieza a sonar. Y cuando sí hablan de política, los candidatos dicen las cosas más escandalosas que saben que los medios amplificarán sin dudarlo. Ejemplo de esto es Donald Trump, que utilizó a los medios de comunicación para que retransmitieran una y otra vez sus ideas y así pudieran llegar a todo el país sin que él pagara un centavo.
Ya la política no se hace ni se elige, sino que se consume. Se ha convertido en un bien más que debe obedecer a las exigencias mercantiles, en la que la publicidad es todo, y la sinceridad es nada. Bienvenidos a la política del Siglo xxi.