David Racero: El Doble Discurso de la “Justicia Social”

El representante a la Cámara David Racero, quien en cada aparición pública se erige como el paladín de los derechos laborales y el defensor incansable de la clase trabajadora, protagoniza hoy uno de los episodios más reveladores de la hipocresía política contemporánea. Los hechos que han salido a la luz pública no solo desnudan la verdadera naturaleza de este político, sino que exponen la brutal contradicción entre su discurso progresista y sus prácticas empresariales.

Las denuncias sobre la interferencia de Racero en el Servicio Nacional de Aprendizaje (SENA) revelan un patrón que ya conocemos demasiado bien en la política colombiana: la instrumentalización de las instituciones públicas para satisfacer apetitos personales y partidistas. El representante, quien se presenta como el enemigo de la corrupción, ha sido señalado de exigir puestos en esta entidad educativa como si se tratara de su patrimonio privado.

La ironía es demoledora. Mientras en el Congreso pronuncia encendidos discursos sobre la necesidad de proteger las instituciones públicas del clientelismo, en la trastienda presiona para colocar a sus fichas en posiciones estratégicas. El SENA, institución que debería formar a los trabajadores colombianos con criterios técnicos y transparentes, se convierte en moneda de cambio para los intereses políticos de Racero.

Pero si la interferencia institucional es grave, lo que ocurre en su empresa personal es directamente obsceno. Los trabajadores de Racero enfrentan jornadas laborales de 13 horas diarias por un salario que apenas alcanza el millón de pesos mensuales. Sin prestaciones sociales, con un solo día de descanso semanal, y realizando tareas que incluyen el lavado de baños, estos empleados viven una realidad que el mismo Racero denuncia públicamente como “esclavitud moderna”.

La diferencia entre el David Racero del discurso público y el David Racero patrón es abismal. Uno habla de dignidad laboral, el otro la pisotea sistemáticamente. Uno denuncia la explotación, el otro la practica sin remordimientos. Esta dualidad no es casual ni accidental; es calculada y cínica.

Confrontado con la evidencia, Racero recurre al manual básico del político corrupto: culpar a la oposición. Según su versión, todo es una conspiración para desprestigiarlo a él y al gobierno que el representa. Esta defensa no solo es patética, sino que revela la mentalidad de quien se considera por encima de cualquier cuestionamiento ético.

La estrategia es conocida: cuando no puedes negar los hechos, niega la legitimidad de quienes los denuncian. Cuando no puedes justificar tus acciones, ataca a quienes las exponen. Es la defensa de quien sabe que no tiene argumentos sólidos y prefiere refugiarse en la victimización política.

Este escándalo trasciende la figura individual de Racero. Representa todo lo que está mal en una clase política que predica una cosa y practica exactamente lo contrario. Representa a esos líderes que han convertido la “justicia social” en una marca personal mientras explotan a quienes dicen defender.

Los colombianos enfrentamos un problema estructural cuando los supuestos defensores de los trabajadores son, en realidad, sus explotadores más despiadados. Cuando quienes deberían proteger las instituciones públicas las saquean sistemáticamente. Cuando el discurso progresista sirve como cortina de humo para prácticas reaccionarias.

En un país funcional, comportamientos como los de Racero tendrían consecuencias penales inmediatas. Pero vivimos en Colombia, donde la impunidad política es norma y la rendición de cuentas, excepción. Por eso, el único castigo posible debe venir de la ciudadanía: el repudio social, el aislamiento político y la pérdida definitiva de credibilidad.

Los colombianos tenemos la responsabilidad de señalar con firmeza a quienes nos han tomado por ingenuos. No podemos permitir que políticos que practican exactamente lo que dicen combatir sigan ocupando espacios de representación. La tolerancia hacia la hipocresía política nos convierte en cómplices de nuestra propia estafa.

El caso de David Racero debe servir como recordatorio permanente de que el peor enemigo de la justicia social no viene de la derecha tradicional,  viene de políticos con hojas de  vida y comportamientos de doble moral disfrazado de progresismo, que hablan  de derechos mientras los violan , denuncian  la explotación mientras los practican.

La lección es clara: debemos juzgar a los políticos no por sus palabras grandilocuentes, sino por sus acciones concretas. No por sus promesas de campaña, sino por su comportamiento real. No por su discurso público, sino por su conducta privada.

David Racero: con doble racero.

Omar Bedoya

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