Cuba: la guerra al acecho

¿Lo sabrán los defensores de la paz, la concordia y la libertad en nuestros países? ¿Tendrán plena conciencia de ese mal perpetuo de la guerra contra la libertad, la prosperidad y el progreso alimentada desde La Habana? Tengo serias dudas.

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En medio de los preparativos de la transmisión de mando de Carlos Andrés Pérez, me expresó a media voz Simón Alberto Consalvi, entonces Ministro del Interior y principal figura política del gobierno saliente de Jaime Lusinchi, su desacuerdo por el error que suponía la invitación cursaba por CAP al dictador cubano Fidel Castro para que asistiera como invitado de lujo a las ceremonias con que el líder socialdemócrata esperaba cosechar el respaldo de la comunidad internacional. ¿Qué tenía que hacer el personaje que ya llevaba treinta años atornillado al poder de una tiranía que mataba de hambre a sus ciudadanos en medio de grandes figuras de la próspera democracia mundial, como Willy Brand o Shimon Peres, Felipe González, César Gaviria u Oscar Arias?

Desacuerdo que en él, un hombre sagaz y conocedor de los protagonistas de la comedia política, se sumaba al temor ante el previsible escándalo que provocaría la extravagante, carismática y extrovertida figura de Fidel Castro. La estrella del sarao, lo presentía Simón Alberto Consalvi,  no sería un frágil y quebradizo caudillo de la civilidad venezolana, despreciado por una prensa golpista avant la lettre, sino Fidel, el Caballo de Troya del asalto castro comunista, cuidadosamente preparado con recibimientos imperiales, como los de los llamados «abajo firmantes», un amasijo de personajes de dudoso prestigio, tontos útiles disfrazados tras la falsa mascarada intelectual, y la decadente euforia de periodistas de ambos sexos que se derretían de sólo acercarse unos metros al Ulises del Caribe.

No sabían lo que Consalvi conocía al dedillo, pues había pasado su exilio en la perla del Caribe: las atrocidades cometidas por la tiranía cubana, la ruina en que había hundido a un país otrora de los más prósperos de la región, el sufrimiento inconmensurable de millones de cubanos que amén de perderlo todo habían sido rebajados a la especie de platelmintos, los desaparecidos devorados por los tiburones en sus intentos por escapar del infierno o destrozados en las mazmorras del horror socialista. Entre cuyas víctimas, Camilo Cienfuegos, desaparecido en extrañas circunstancias,  y Huber Matos, que acababa de pasar más de veinte años sometido a los vejámenes y torturas sólo comparables a los sufridos por los prisioneros judíos en los campos de concentración alemanes.

Habrá vuelto Fidel Castro a su isla diciéndose VENI, VIDI, VICI. Pues mientras Carlos Andrés Pérez confiaba ilusamente y en la mayor ignorancia de las circunstancias políticas que lo acechaban, en la gloria que le esperaba al cabo del período de cinco años, que juraba finiquitar en hombros de la élite de jóvenes tecnócratas y especialistas más ilustrada de los Sub 40 – Miguelito Rodríguez, Moisés Naim, Ricardo Hausmann, Reinaldo Figueredo, Roberto Smith, Fernando Martínez Mottola, Gustavo Roosen, Andrés Sosa Pietri, entre otros notables jóvenes expertos en economía, hacienda pública, diplomacia y desarrollo – situando a Venezuela a la cabeza de los candidatos a ingresar al Primer Mundo, Castro sabía que le frustraría su proyecto estratégico al menor descuido, contando con la traición de las fuerzas armadas, infiltradas desde los sesenta, y que mientras le prometía respaldo y fidelidad a cambio de sus periódicas visitas a su isla con Felipe González y César Gaviria, bien podía confiar en el aplastante respaldo con el que contaba entre académicos, periodistas, comunicadores, empresarios e «intelectuales», para entramparlo en su hegemonía y fracturarle el proyecto accediendo, finalmente, al control de la más importante reserva petrolífera del mundo. El efecto telúrico de su visita se sintió a las dos semanas de finalizada: el Caracazo del 27 de febrero de 1989, el motín más sangriento sufrido por Venezuela en su historia democrática. Nada espontáneo, sino cuidadosamente organizado y dirigido por los activistas de la ultra izquierda castrista que ya habían echado a andar la maquinaria del golpe de Estado y el magnicidio. Arrastrando tras suyo a las clases medias, a los notables y a sus partidos políticos.

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De todos los políticos y militares latinoamericanos, con la sola excepción del pinochetismo chileno, por entonces sólo Fidel Castro y sus secuaces, así como todos los dirigentes del comunismo regional, incluidos Lula da Silva, Dilma Rousseff y todos los que dos años después fundarían el Foro de Sao Paulo, compartían el principio de lo político, brillantemente formulado por el constitucionalista y pensador alemán Carl Schmitt en su obra El concepto de lo político: «lo político puede ser reducido al mortal enfrentamiento amigo-enemigo». Lo político era y siempre ha sido y lo será, el campo de expresión de la enemistad absoluta. Pero tal comprensión de lo político como escenario de la confrontación total había desaparecido de los hábitos y las costumbres de una élite política reblandecida por la renta petrolera para la cual lo político sería desde el 23 de enero de 1958 mercadeo, trapisonda, intercambio de favores, acomodo, disfrute de las granjerías del poder. Una manera fácil, entre otras, de ganarse la vida.

Suelo encontrar enmarcadas en los despachos de destacados analistas y periodistas venezolanos fotos de aquella visita:  fotografiarse en el lobby del Hilton junto al «Caballo» era, para hombres y mujeres de los medios y las academias, prueba del máximo logro profesional. Ninguno de ellos sabía que el personaje con quien ansiaban fotografiarse portaba la decisión irrevocable, ya que no había podido con los Estados Unidos, de no morirse sin devastarnos hasta nuestros cimientos, robarnos y extraernos hasta la médula de los huesos, hacer de Venezuela, como lo quería Hitler con las naciones que invadiera, «tierra arrasada». Como en efecto.

Como las del demonio, la guerra castrista contra la paz y la democracia liberal en la región no ha descansado desde el 1 de enero de 1959. Jamás dejó de intervenir en la vida política de nuestras naciones persiguiendo provocar y acelerar sus crisis, activando la guerra de guerrillas, preparando combatientes en Punto Cero, exportando armas y financiando a los partidos revolucionarios con ingentes cantidades de dinero. Medio millón de dólares llevó desde La Habana, vía Praga y Roma, el embajador del MIR venezolano en La Habana Héctor, «el macho» Pérez Marcano al Partido Comunista chileno en 1965. [1]Se los entregó personalmente a Luis Corbalán durante un acto en el Teatro Caupolicán. Dos toneladas de armas desembarcaron sus navíos de guerra en las costas venezolanas para boicotear las elecciones presidenciales de diciembre de 1963. Le costó su salida de la OEA, a cuya reincorporación se jugara su vida política el socialista chileno José Miguel Insulza. Invadió Venezuela mediante sendos desembarcos de tropas combinadas en julio de 1966 y mayo de 1967. Participaron en ellas Arnaldo Ochoa Sánchez, Ulises Rosales del Toro, Tomás Meléndez «Tomasevich» y otros altos oficiales cubanos, la flor y nata del ejército revolucionario. Mientras, el Che incursionaba en la selva boliviana y las guerrillas proliferaban en Colombia, en Ecuador, en Perú, incluso en Argentina, con los Montoneros, y en Uruguay, con los Tupamaros. Chile se aprestaba al gran asalto por la vía legal y democrática de la Unidad Popular y Salvador Allende. Y se hubiera impuesto un régimen castro comunista, arriesgando incluso una guerra civil, si el establecimiento institucional democrático y las fuerzas armadas no hubieran reaccionado schmittianamente. Una resolución ejemplar de la crisis tras mil días de revolución, lograda mediante una intervención militar cívica coronada con el éxito en cinco horas. Fue el fin de la oleada revolucionaria injerencista en la región, pero al costo del desgaste del prestigio de las fuerzas armadas en todo el Cono Sur, la quiebra de la voluntad intervencionista de los Estados Unidos bajo los gobiernos demócratas y la apertura de una nueva vía de intervención estratégica por parte de las fuerzas revolucionarias. La abriría Hugo Chávez en Venezuela el 4 de febrero de 1992: golpear mediante golpes de estado a los gobiernos democráticos, fracturar a las fuerzas armadas y agudizar las contradicciones internas asaltando el poder electoralmente. Era el neofascismo castrochavista: asaltar legalmente e intervenir las instituciones, vaciarlas de contenido democrático y ponerlas al servicio del cambio revolucionario.

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Devastada Venezuela, Cuba se hace ahora mismo al propósito de devastar Colombia. Ya ha devastado a Nicaragua, cuya presa no soltará como el lobo hambriento al cordero malherido.  Como en el caso venezolano, también en el caso colombiano cuenta con la complicidad y el auxilio del castro comunismo interno, comenzando por la macolla del ex presidente Juan Manuel Santos y el liberalismo colombiano en alianza con las FARC y el ELN. Y fracasado su embate a favor de Gustavo Petro con la victoria de Iván Duque, mueve sus fichas del establecimiento político, comunicacional, académico y jurídico colombiano para derribar la figura de Álvaro Uribe Vélez, su principal enemigo colombiano. La yugular democrática de Colombia a la que quisiera hundirle sus garras. Figura política la más destacada en el escenario latinoamericano de esta guerra feroz, solapada y encubierta que lleva a cabo el castrismo contra la libertad y el liberalismo en la región desde que asaltara el poder en Cuba, hace más de sesenta años.

Caídos los gobiernos procastristas de Argentina, Brasil, Chile y Colombia, ya seguros por ahora en manos liberales; perdido el control de la OEA de manos del socialista chileno José Miguel Insulza y conquistado por Luis Almagro; y derrotados los demócratas norteamericanos favorables al restablecimiento de relaciones con la Cuba castrista, la guerra continúa en esos países y en el resto de la región. México se convierte en privilegiado escenario de guerra.  La reunión del Foro de Sao Paulo recientemente celebrada en La Habana habrá fijado los lineamientos estratégicos de esa guerra continental larga y prolongada: no cejar en impedir el éxito de los gobiernos liberales, agudizar las contradicciones sociales, echar sin descanso a sus mastines a las calles y estar preparados para un asalto que no cede ni ceja. Así no constituya una verdad indiscutible vigente en el seno de las democracias latinoamericanas, nuestro principal enemigo siendo el castro comunismo cubano.

¿Lo sabrán los defensores de la paz, la concordia y la libertad en nuestros países? ¿Tendrán plena conciencia de ese mal perpetuo de la guerra contra la libertad, la prosperidad y el progreso alimentada desde La Habana? Tengo serias dudas. Es la principal debilidad del liberalismo: confiar en diálogos de entendimiento, comisiones de estudio y postergar la hora de la verdad. Hasta que se hace demasiado tarde. Esperemos que esta vez, desde Colombia, no sea el caso.

[1]Héctor Pérez Marcano y Antonio Sánchez García, Machurucuto, La Invasión de Cuba a Venezuela. Los Libros de El Nacional, Caracas, 2009.

Antonio Sánchez Garcia

Historiador y Filósofo de la Universidad de Chile y la Universidad Libre de Berlín Occidental. Docente en Chile, Venezuela y Alemania. Investigador del Max Planck Institut en Starnberg, Alemania