(Panorámico recorrido por diversas violencias que han azotado la ciudad)
Por Reinaldo Spitaletta
En Antioquia, la violencia, expresada de distintas formas (sutiles, algunas veces; disfrazadas, otras; y muy evidentes y descarnadas, casi siempre) se tornó parte de la cotidianidad y en una manera irracional de resolver conflictos, situaciones dispares, y quizá, por qué no, de conseguir dinero. Peligroso señor es Don Dinero, y quererlo mucho puede conducir a estropear convivencias y a salir del otro como se pueda, ojalá “borrándolo” del paisaje. Hay, sobre todo en Medellín, una violencia de vieja data que por momentos se amortigua, pero no cesa. Va y vuelve. Se agranda y se encoge ¿Por qué?
No tengo la respuesta. Hay que buscarla entre todos y es materia de estudio de distintas disciplinas. Con el reciente asesinato de un diseñador gráfico, Mauricio Ospina, en un negocio público de Laureles, cuando sicarios dispararon contra otros dos hombres y el joven Mauricio se erigió como “víctima inocente”, han tornado los análisis, las meditaciones, las reflexiones sobre la violencia en una ciudad que tiene dolorosos antecedentes, mucho antes de la irrupción nefasta de las mafias y los carteles de las drogas; mucho antes que emergiera, quizá como un subproducto de una cultura arribista y esnobista, tal vez con innúmeros complejos identitarios, el capo Pablo Escobar.
El antioqueño es disímil. No es igual el del nordeste al del suroeste. Y el de Urabá no es, ni de fundas, similar al del oriente. Hay muchos antioqueños. Y la historia ha dado, hasta ahora, buena cuenta del aserto. Desde antes de la Independencia, cuando dentro de los cánones del despotismo ilustrado, la Corona quería volver más rentables a sus colonias, el antioqueño, una rica mezcla todavía en formación, era visto como un perezoso, según la visión al respecto que tuvo el visitador Juan Antonio Mon y Velarde, el “regenerador”. A Antioquia la aniquiló la colonia. En cambio, a partir del siglo XIX, surgirá una región de prosperidades comerciales, auríferas, cafeteras y, en los albores del XX, se disparará el sector industrial.
El oidor español, que había establecido y organizado las tres rentas (aguardiente, degüello y tabaco), la emprendió contra la corrupción y el desgreño administrativo, propició agriculturas (como la del anís) y se avergonzó ante la ignorancia y atraso cultural de una notoria cauda de habitantes. Después, llegó la formación de un pueblo que, desde principios de la era republicana, tenía inmersas en cerebro e intestinos las discriminaciones sociales, con una élite que, muchas veces “blanqueada” por el oro y la compra de títulos nobiliarios y otras canonjías, promulgaba la imagen de que se trataba de una “raza”. Los discursos eugenésicos, que se prolongaron hasta bien transcurrido un tramo del siglo XX, proliferaron y hubo menosprecios para los más pobres, los humillados y ofendidos.
El clasismo fue una de las características de los modelos económicos y sociales establecidos en Antioquia en el siglo XIX, una Antioquia que ya tenía celebridad por sus expansiones fronterizas desde la centuria anterior con los movimientos colonizadores. Y todo se estratificó. Así, el “buen tono”, la “urbanidad”, la “etiqueta”, el “chic” parisién, eran maneras de distinción de las clases altas y, con tales ejercicios, los de abajo, los peones, los artesanos, los negros, los indios, los despojados, eran solo mano de obra a la que había que controlar —y explotar— con distintos mecanismos.
De ese modo, con el oro, pero eso sí, sin sangres moras ni judías, porque había que limpiar toda traza impura que pudiera manchar el pasado católico, blanco, y menos con huellas indígenas o negroides, en Antioquia pelecharon diferenciaciones sociales, con brechas y abismos muy sórdidos y anchos. Los de arriba eran los impolutos, los elegidos, los llamados a mandar y a ejercer el poder. Los otros, tenían que obedecer. Eran los malolientes, los descastados, los que tenían mezclas raras y peligrosas. Así, hubo antioqueños muy distinguidos, de “buena familia” y otros, desheredados. Pudiera ser, entonces, que el oro, o, mejor, Don Dinero, pudiera igualar a los de abolengo con un paria en ascenso social (un emergente). Y el fenómeno aflorará, con todas sus implicaciones socioeconómicas y aun políticas, en los setentas y aún después, con la aparición de “don-nadies” elevados a la máxima potencia por los “milagros” del narcotráfico, el contrabando y otras trastadas. Las “carangas” resucitadas que llamaron.
La violencia, de vieja data, que estipulaba diferencias, que maltrataba a los sin fortuna, que eran en las guerras civiles los reclutados como carne de cañón (o de machete), fue estableciendo sus cotas. El modelo empresarial antioqueño, pensado y construido en las primeras décadas del XX, tuvo aliados en el Estado, la Iglesia, la educación confesional, las dietas literarias impuestas a los católicos (qué puede leer un católico, qué cine o teatro puede ver), la vigilancia a través de patronatos y otras instituciones, el control de las conductas mediante catequesis y también con las censuras (fue el tiempo de las juntas de censura), todo un enjambre, pero a su vez, un edificio complejo de manejos y dispositivos de poder.
Medellín ha sido centro de mafias, pistoleros, hampones diversos, corruptelas…
Digamos que todos estos enunciados han sido —y seguirán siendo— pábulo de investigaciones, tesis académicas, artículos de revistas indexadas, en fin, y que hay que escrutar para dar respuestas, o, al menos, alguna interpretación, a qué es esa vaina de la “antioqueñidad”; por qué una ciudad como Medellín ha sido centro de mafias, pistoleros, hampones diversos, corruptelas (como las que hubo, por ejemplo, en la construcción del Metro de Medellín) y sigue siendo un campo de cultivo de divisas conservaduristas y de “godarrias” dominantes y casi inamovibles.
A ese espejismo, aupado con ideas de progreso (aquí el progreso ha sido más que todo aquella ‘movención’ conectada con infraestructuras, chimeneas, métodos de producción, y poco o casi nada con la cultura, el pensamiento, la educación, las ciencias), a ese oropel de lo antioqueño como sinónimo de transformación, de riqueza, de pujanza y de haberse creído una “raza” superior, hay que sumarle lo que Fernando González, uno de los pensadores que ha desbrozado caminos en torno a la “antioqueñidad”, es que nos quedamos con el complejo del hideputa. Y, como bien lo mostrará el maestro Carrasquilla en homilías, relatos, crónicas, cuentos y novelas, en un “bovarismo”, en una identidad resquebrajada y más mirando hacia modelos extranjeros que a la construcción de una cultura propia. Estamos muy inflados. Más de la cuenta. Sobrevalorados.
Son múltiples factores: la geografía, las riquezas naturales, la transformación de materias primas, los mercados, la búsqueda de nuevos horizontes (como en el cuadro de Francisco Antonio Cano), los que nos han hecho creer que somos inequívocos, “superiores”, emprendedores a ultranza, únicos. Y a tal caracterización hay que sumarle mil variables más, que trascienden el “dicharacherismo”, los decires como “el antioqueño no se vara”, el amor cuasi enfermizo al dinero, el materialismo hirsuto y vulgar…
¿Y entonces la violencia? Con una especie de ruptura, o de corte histórico, que comienza a notarse a partir de la segunda mitad del siglo XX, a la que contribuirán la violencia liberal-conservadora en los campos colombianos, las nuevas migraciones, con desplazamientos obligatorios o forzados, distintas a las de los primeros años de la centuria, cuando los cantos de sirena de la industria convocaban a miles de trabajadores que marchaban del campo a la ciudad para emplearse en las fábricas, digo que desde esas calendas la ciudad se transmuta. Ya ni siquiera la planeación (planea el que tiene el poder) es posible. Los que llegan, como una turba, como una ola gigante tras una tormenta marítima, como un vendaval, se asientan primero a orillas del río (un río al que siempre la ciudad le ha dado la espalda) y luego ascienden por las laderas.
Y advienen nuevas discriminaciones. Nuevas violencias. Nuevos atropellos, como los de 1951, con una alcaldada que mandó a todas las putas, una legión casi infinita (en los cuarentas, Medellín, tan goda y rezandera, tenía autorizadas nueve zonas de tolerancia) al barrio Antioquia, en una arbitrariedad, cometida por Luis Peláez Restrepo (y auspiciada por dueños de empresas y otros potentados). Y hay entonces un corte en la ciudad. Que se va sintiendo —y resintiendo— en los sesentas y setentas, con las crisis industriales, con el desempleo, los cambios de renta de la tierra, los nuevos usos del suelo, la tugurización, en fin.
En esos años hay una ascendente sumatoria de violencias, de despojos, de segregaciones. Y después, con la aparición, en los sesentas, de varias guerrillas en el país, a las que se sumó, en los setenta, tras el desvergonzado fraude electoral de 1970, la del M-19, los discursos son otros. El narcotráfico emergerá, en un territorio abonado por pobrezas y otras miserias, como una suerte de huracán que removerá entejados y pondrá a tambalear la endeble edificación de esa “Antioquia grande”, tan cacareada por demagogos y otros politiqueros.
La violencia de los ochentas y noventas, con carro bombas, sicariato, masacres, a la que se le debe adicionar la expansión del paramilitarismo y las bandas criminales, metamorfoseará la ciudad y sus alrededores en una espantosa caldera del diablo. Se envilecerá el valor de la vida y aumentará el poder de Don Dinero, ese que es capaz de erigir al hampón en santo y al verdugo en sujeto de adoración. Aquella antigua consigna de “consiga dinero como sea, pero consiga, mijo”, pone en evidencia, muchos años después, las distancias exorbitantes entre las clases sociales. Y entonces, con pistolas, subametralladoras, explosivos, el lumpen gana posiciones y turbulentas trepadas en la “escala” social.
¿Cuándo comenzó a joderse la ciudad? La pregunta, formulada en otras geografías, en otras circunstancias, como sucede en una novela de Vargas Llosa, puede tener respuesta en la conformación de lo que ha sido Antioquia. En la historia. En la antropología. En las viejas literaturas. En los archivos. Quizá se inició el desbarranque cuando las élites, tan presumidas, tan todopoderosas, iniciaron sus humillaciones y desprecios hacia los “carenciados”. Como haya sido, hoy, en una ciudad que en 2018 tuvo más de 600 homicidios, incluido el del creativo joven, muerto en una incursión de sicarios en el barrio Laureles, los problemas sociales son graves y la inequidad es un cáncer o una gangrena que todo lo carcome.
Y a la par de los mejoramientos infraestructurales, o, más bien, como prioridad de una ciudad, deben estar en primer plano todos los rubros relacionados con la cultura, la educación, el trabajo productivo, la investigación científica, la creatividad, la sensibilización en artes, el impulso a los saberes y a la convivencia pacífica. No se necesitan tantas demagogias y visajes de los mandamases. No se requieren cosméticas y otros maquillajes oficiales. No más engañifas del poder. Hay que iniciar una transformación de fondo en las “superestructuras”, en las mentalidades. Empresa colosal e inaplazable.
La muerte (y otras muertes) de un joven talentoso y pacífico no puede ser en vano; tiene que servir para que prosigamos con una reflexión, permanente y crítica, en torno a la ciudad, sus desventuras, sus desquiciadas formas de resolución de conflictos y para ir construyendo un mundo en el que las palabras y los argumentos, la razón y el pensamiento, sean parte de la cotidianidad y de la discusión en torno a las diferencias, y a la búsqueda de acuerdos y desacuerdos civilizados.
(Enero 1º de 2019)