Por estos días, Colombia vive una de las coyunturas más delicadas de los últimos tiempos. El atentado contra el precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay no solo despertó el rechazo nacional, sino que reabrió un debate profundo sobre el peso de las palabras cuando provienen de la cúspide del poder. En medio de este clima enrarecido, el excanciller Álvaro Leyva lanzó una advertencia directa y contundente al presidente Gustavo Petro, recordándole que había sido alertado sobre las consecuencias de incitar —aunque sea de forma indirecta— a la violencia.
Más que una simple crítica, lo dicho por Leyva representa una alarma que no podemos ignorar: ¿qué responsabilidad tienen los líderes, especialmente el Presidente de la República, cuando sus discursos se convierten en gasolina sobre un país inflamable?
EL LENGUAJE PRESIDENCIAL NO ES INOCUO
La denuncia de Leyva no es menor. Según él, el presidente Petro ha venido exponiendo públicamente a personalidades políticas, señalándolas con calificativos peligrosos que, en un país polarizado, pueden traducirse en hechos lamentables. Y ahora, con un líder político entre la vida y la muerte, el excanciller no duda en atribuirle parte de la responsabilidad moral al jefe de Estado.
Desde cualquier óptica, la pregunta es ineludible: ¿puede el lenguaje del poder fomentar un ambiente donde la violencia política encuentra terreno fértil? La respuesta es sí. Porque el discurso de quien lidera una nación no solo orienta políticas, también modela comportamientos, aviva pasiones y en ocasiones, desencadena odios. En un país donde la polarización es profunda y las heridas del conflicto aún supuran, los discursos incendiarios no pueden tomarse a la ligera.
¿HACIA DÓNDE VAMOS COMO NACIÓN?
Leyva no se detuvo en la crítica. Fue más allá y planteó, con la franqueza que le caracteriza, que el presidente Petro debería dejar el poder por la vía institucional. Argumenta que, si bien el país debe garantizarle condiciones dignas, es hora de pensar en una transición que preserve la estabilidad democrática. Y vuelve a mencionar algo que ha estado en el aire: la supuesta enfermedad del presidente, insinuando que esta no puede ser un eximente de responsabilidad.
Este llamado plantea un escenario complejo. Porque más allá de lo personal, lo que está en juego es la legitimidad institucional del país. Si el lenguaje político empieza a traducirse en hechos de sangre, si las instituciones no actúan a tiempo, si el debate público se degrada al insulto y al señalamiento sin pruebas, estaremos caminando hacia una fractura social peligrosa.
EL RIESGO DE JUSTIFICAR LA VIOLENCIA CON IDEOLOGÍA
Colombia ha vivido suficientes tragedias como para volver a caer en el error de justificar el odio desde ninguna orilla política. Nadie, absolutamente nadie, tiene derecho a incitar al enfrentamiento, al linchamiento simbólico o al desprestigio sistemático de quienes piensan diferente. Ni desde el gobierno ni desde la oposición.
Cuando desde la Presidencia se habla con desprecio de otros poderes públicos o se señala sin pruebas a opositores, se alimenta un clima de intolerancia que termina convirtiéndose en una amenaza real para la democracia. Y peor aún, se envía un mensaje de que, en la lucha por el poder, todo vale.
EL VERDADERO DEBER CIUDADANO: DEFENDER LA CONSTITUCIÓN
En su carta, Leyva lanza una advertencia clave: es la hora de que los ciudadanos actúen colectivamente para proteger la vigencia del orden constitucional. No se trata de salir a la calle con odio, ni de desestabilizar al país con rumores o acciones desesperadas. Se trata de exigir serenidad, legalidad, respeto por las instituciones y, sobre todo, responsabilidad en el ejercicio del poder.
Ningún proyecto político —por más transformador que se diga— puede estar por encima de la convivencia pacífica ni de los derechos fundamentales. La democracia no se construye con gritos ni con acusaciones infundadas, sino con diálogo, respeto y verdad.
Hoy más que nunca, Colombia necesita líderes que calmen, no que agiten. Que escuchen, no que señalen. Que unan, no que dividan. La historia nos ha enseñado, con dolor, que cuando el lenguaje de la confrontación se instala en el corazón del poder, la violencia deja de ser una amenaza lejana y se convierte en tragedia nacional.
Es momento de pensar en grande, de pensar en Colombia. No en los egos, no en las revanchas, no en las ideologías. Sino en la paz, en la democracia y en el futuro que todos, absolutamente todos, merecemos.
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