El atentado contra Miguel Uribe Turbay en Bogotá no es solo un acto criminal contra un político de oposición. Es el espejo más crudo de hacia dónde nos está llevando la intolerancia política que hemos normalizado en Colombia. Mientras escribo estas líneas, un senador y precandidato presidencial lucha por su vida en una clínica, víctima no solo de las balas de un sicario, sino del clima de odio que hemos dejado crecer.
Como concejal de oposición de Itagüí, he experimentado en carne propia cómo se ha deteriorado el debate público. Ya no basta con rebatir ideas o cuestionar políticas públicas. Ahora, si no acompañas al gobierno de turno, automáticamente te convierten en “enemigo” del progreso, del cambio, de la democracia misma. Te tildan de machista si cuestionas una política de género mal implementada. Te acusan de promover el odio si señalas inconsistencias en la gestión pública. Te etiquetan como obstáculo si ejerces tu legítimo derecho a la oposición política.
Esta estrategia de descalificación no es casualidad. Es una táctica deliberada para deslegitimar cualquier voz crítica, para reducir el debate público a un enfrentamiento maniqueo entre “buenos” y “malos”. Así, la oposición política deja de ser vista como un componente esencial de la democracia y se transforma en un estorbo que hay que eliminar por cualquier medio.
El lenguaje importa. Las palabras tienen consecuencias. Cuando desde las instituciones se promueve la idea de que quienes no apoyan al gobierno son enemigos de la patria, cuando se fomenta la desinformación para tergiversar las intervenciones de la oposición, cuando se alienta el resentimiento como herramienta política, estamos creando el caldo de cultivo perfecto para que alguien tome un arma y crea que está “salvando” al país.
No se trata de victimizarse ni de pedir privilegios. Se trata de defender el derecho fundamental a disentir, a cuestionar, a proponer alternativas sin que eso te convierta en objetivo militar. La oposición política es un deber democrático, no un delito. Fiscalizar al gobierno es una responsabilidad constitucional, no una traición a la patria.
Lo que le pasó a Miguel Uribe Turbay, mi compañero de partido representa todo lo que está mal en nuestra forma de hacer política. Que alguien considerara que las diferencias políticas se resolvían con balas debería avergonzarnos a todos, sin excepción de partido o ideología. Miguel y yo compartimos las mismas banderas políticas, pero eso no importa: lo que le pasó a él me podría pasar a mí o a cualquier político que ejerza oposición en este país.
Colombia necesita urgentemente un acuerdo nacional de civilidad política. Necesitamos recuperar la capacidad de debatir sin aniquilar, de competir sin eliminar, de diferir sin odiar. Necesitamos entender que, en una democracia sana, la oposición no es el enemigo: es el contrapeso necesario para que el poder no se corrompa.
Mientras Miguel Uribe lucha por su vida, nosotros debemos luchar por rescatar la convivencia democrática. No podemos permitir que el lenguaje de odio se normalice hasta convertirse en violencia física. No podemos aceptar que ejercer la oposición política se convierta en una actividad de alto riesgo.
La bala que hirió a Miguel Uribe nos hirió a todos. Porque cuando la política se resuelve a tiros, la democracia muere. Y con ella, la posibilidad de construir un país donde quepa la diferencia, el debate y la esperanza de que las ideas, no las armas, sean las que definan nuestro futuro.
Es hora de bajar las armas retóricas antes de que más políticos tengan que esquivar balas reales. La democracia colombiana se juega en estos momentos decisivos donde podemos elegir entre la civilidad o la barbarie. Ojalá tengamos la sensatez de elegir bien.
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