“Un llamado urgente a la Tolerancia en la era de la posverdad”
La historia de Colombia, marcada por el conflicto, nos ha recordado estos días la fragilidad de la democracia ante la recurrencia de la violencia política y nos enseña, una y otra vez, que la estigmatización de las voces críticas pone en peligro a quienes se atreven a expresarse, generando un efecto amedrentador que silencia a la sociedad civil y debilita el pluralismo.
El reciente atentado contra Miguel Uribe Turbay, precandidato presidencial, se erige como un acto repudiable, un “déjà vu” que resuena con los ecos de las más sombrías épocas de magnicidios, recordando la sangrienta campaña presidencial de 1989, año que aún nos persigue en la memoria como una herida que aún no sana. Este fatídico hecho nos lleva a una profunda reflexión sobre el estado del debate político en Colombia y la urgencia de fortalecer los pilares que sostienen a una sociedad verdaderamente democrática: la libertad de expresión y el respeto hacia opiniones diferentes a las propias.
Estamos en la era del postmodernismo digital, donde los datos fluyen sin tregua como río embravecido, la desinformación inunda nuestros sentidos de información imprecisa o falsa y, su hermana, la posverdad, esa distorsión deliberada de la realidad que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales, amenaza día a día con desfigurar la visión objetiva y desafía la convivencia pacífica. Si bien es cierto que las plataformas digitales han sido importantes herramientas con potencial democratizador al facilitar el acceso a la información y la expresión de opiniones, también pueden socavar la democracia al promover fake news y facilitar la manipulación política de los individuos. Los algoritmos, en su afán por segmentar audiencias, refuerzan los sesgos cognitivos y las falacias preexistentes, guiando las emociones e intensificando la prédica de “quien no piensa como yo, está en contra mía”. Este escenario desorienta a las personas y afecta la construcción de instituciones políticas fundadas en presupuestos racionales, cediendo espacio a expresiones viscerales como la venganza.
En este clima enrarecido, el discurso de odio y el riesgo de daño real emergen como manifestaciones más perniciosas de la intolerancia. Estas expresiones, que tienen como objetivo intimidar, oprimir o incitar a la violencia contra una persona o grupo por sus características inherentes, no conocen fronteras de tiempo ni espacio. Por ello, es responsabilidad sociocultural el diferenciar estas incitaciones violentas de la mera crítica o el disenso.
La libertad de expresión, uno de los pilares del sistema democrático, que permite buscar, recibir y difundir información e ideas de toda índole, facilitando la participación ciudadana, contribuyendo al respeto al otro y dignificando al ser humano a través del intercambio de razonamientos, no ampara la apología del odio que incita al daño real. Entre los pensadores sobre este tema, cabe destacar a Mill y Habermas, quienes expresaron que el espacio público debía ser un ámbito de deliberación racional, donde todas las opiniones inunden el debate y la verdad deba ser construida a través del contraste de las diferencias y la discusión abierta.
En este contexto, la tolerancia es un valor innegociable y vital para la convivencia pacífica. Se hace necesario en estos tiempos turbulentos recordar a Voltaire, quien la erigió como una exigencia del pluralismo que fomenta el progreso de los pueblos, el respeto a todas las formas de pensamiento y necesaria para el avance en las ciencias, la tecnología y las tradiciones. La famosa frase, “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”, del libro “The Friends of Voltaire” de Evelyn Beatrice Hall, resume su espíritu liberal y defensor de la libertad de expresión. Por otro lado, Héctor Abad Gómez nos recuerda en su libro Manual de tolerancia: “Mientras haya libertad de expresión y decisión de justicia, habrá esperanza… Serenidad y Valor es la consigna del momento”.
Es esencial la sensatez y el razonamiento crítico para distinguir entre un debate político dinámico y una retórica que fomenta el odio y la división. En nuestro país es crucial manifestar nuestras perspectivas con respeto y empatía, eludiendo etiquetas desfavorables y estereotipos que deshumanizan, sosteniendo un intercambio constructivo entre diversas visiones y colectivos, promoviendo la inclusión y la diversidad, rechazando la beligerancia en todas sus manifestaciones.
Para salir de este laberinto necesitamos un esfuerzo colectivo; esto incluye el compromiso de los diferentes actores sociopolíticos, la autorregulación de los medios, la academia y la presión pública sobre los líderes para que condenen los discursos de odio en cualquiera de sus manifestaciones. La responsabilidad es compartida: el Estado debe garantizar un ambiente seguro para el ejercicio de la libertad de expresión y promover políticas de memoria y justicia; la sociedad civil debe luchar por la identidad y el reconocimiento; la academia debe ser un punto de encuentro para la discusión crítica y el desarrollo del pensamiento personal y colectivo.
Los retos actual y futuro radican en ir más allá de la historia que llevamos a cuestas y en construir puentes fuertes a través del diálogo y el conocimiento del otro. Los acuerdos en las diferencias no solo dinamizan la democracia, sino que hacen avanzar a las poblaciones. Es un llamado del espíritu a la cordura, a la reflexión informada y a la defensa de una democracia que, lejos de temer al disenso, lo acoge como una fuente de vitalidad y progreso. Nuestro mañana depende de la voluntad de cultivar la cultura del respeto mutuo, donde la fuerza de la palabra sea un instrumento de construcción y no de destrucción.
Dejo estas palabras como canción de verdadero cambio: El alma de Colombia nos llama a todos a hacernos responsables de lo que decimos y de cómo nos comunicamos. Darles un adiós a los fantasmas de la polarización, la desinformación y la violencia que tanto daño nos han hecho, dando espacio a una democracia más plural y justa, donde el conflicto se gestione como un debate ideológico y no como una guerra existencial donde pensar diferente nos cueste la vida.
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