Cuando el amor mal entendido se vuelve daño

La serie Animal de Netflix nos enfrenta con una pregunta incómoda: ¿realmente amamos a los animales o solo los usamos para sanar lo que no queremos mirar en nosotros?


Empecé a ver Animal casi por casualidad, esperando una comedia ligera. Lo que encontré fue un espejo complicado de nuestra relación torcida con el mundo natural. Antón, el veterinario rural interpretado por Luis Zahera, es el cuerdo en un mundo de locos, y como todo cuerdo en esas circunstancias, su lucidez se convierte en condena. Porque decir la verdad sobre cómo tratamos a los animales, en una sociedad que los ha convertido en proyecciones de nuestras carencias afectivas, es casi un acto revolucionario.

Antón entiende algo que muchos olvidan. Los animales tienen su propio lenguaje, sus propias necesidades, su propia psicología. Pero cuando llega a la boutique de mascotas de su sobrina, se topa con un universo absurdo, perros con tutús, gatos en camas con dosel, humanos que confunden el amor con el adorno. Una caricatura del afecto moderno, donde el cuidado se ha vuelto espectáculo y la ternura, mercancía. Y aquí está la paradoja cruel de nuestra época.  Nunca se habló tanto de amor por los animales, y nunca se les causó tanto daño psicológico. Los humanizamos hasta despojarlos de su naturaleza, les imponemos nuestras neurosis, los volvemos extensiones emocionales de nuestros vacíos. Les negamos lo que son mientras proclamamos que los amamos más que a nada. Es el amor como colonización, como borrado de la alteridad del otro.

La tragicomedia de la serie es ver cómo el sistema va moldeando a Antón, limando su ética a fuerza de necesidad económica. Cada verdad que dice sobre el bienestar real de los animales choca contra la maquinaria del negocio, los clientes que compran cariño en frascos, el mercado que convierte el afecto en producto de consumo. El intento de transformación no es solo personal, es el retrato de cómo el capitalismo va domesticando nuestra capacidad de indignación. No pretendo juzgar a quienes, por soledad o herida, depositan en sus mascotas el amor que no encuentran en otro lado. Entiendo esa necesidad de apego en un mundo cada vez más deshabitado de vínculos humanos. Pero esta reflexión no busca condenar, busca despertar consciencia. Porque amar no es posesión ni proyección. Amar, con consciencia, implica conocer al otro, respetar su diferencia, dejarlo ser en su propia existencia.

El amor sin conocimiento —dice la serie sin decirlo— es una forma sutil de crueldad. Una ternura que asfixia. El verdadero amor hacia los animales empieza por aprender su lenguaje, por entender su etología, por dejarlos ser animales y no pequeños humanos sustitutos. Es renunciar a la fantasía narcisista de que todo en el mundo existe para reflejarnos.

Animal nos muestra un mundo invertido donde quien dice la verdad es visto como el loco, y quien perpetúa el daño con buenas intenciones es considerado “normal”. Donde la sensibilidad hacia las necesidades reales de otros seres vivos es excentricidad, y el autoengaño colectivo, virtud. Es el teatro del absurdo de nuestra época: aplaudimos nuestra propia ceguera. Habla de una sociedad que ha olvidado la diferencia entre necesitar y querer, entre sanar nuestras heridas y proyectarlas en otros seres.

Rubén Eduardo Barraza

Maestro en la Universidad La Salle // Experto en cine.

Comentar

Clic aquí para comentar

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.