Nunca olvidaré la primera vez que me llevaron a conocer el centro de Medellín, hace ya tantos años. Debo confesar que empecé mi recorrido sin demasiadas expectativas. Una vastedad de edificios color ladrillo atestados de mercancía se imponían en la estética del lugar. Las fachadas grises de los locales, contrastaban con los grandes y escandalosos letreros de “barato”, “todo a 5,000”, “original” que adornaban las puertas de todos los establecimientos.
En la medida en que mi camino continuaba, me di cuenta que todo el lugar era una enorme amalgama de contradicciones. Imponentes catedrales junto a toldillos donde vendían películas porno. Antiguas casas tradicionales de balcones amplios y grandes pórticos de madera, donde ya no habitaban más que los cacharros del comercio mayorista. Todo junto y condensado en un denso aroma a orina y cigarro.
No parecía encontrarle la gracia a nada de esto, hasta que lo vi. Un anciano, sentado en una banca, cabizbajo y con la barbilla apoyada en la empuñadura de su bastón, refunfuñando mientras miraba hacia la nada.
¿Hacia la nada? ¿Y si, quizás, estaba mirando hacia el todo? Talvez ese hombre veía lo que los demás habían olvidado cómo ver, un lugar que ya solamente existía en los recuerdos de quienes lo habitaron.
Así pues, empecé a ver la magia de la ciudad con los mismos ojos de aquel hombre. De repente, las tiendas de calzado se conviertieron en elegantes mansiones de señores acaudalados. La calle Junín, gris y congestionada, se convirtió en un parador exclusivo de señoras con abrigos largos y sombrero de ala ancha, deleitándose con las exhibiciones de prendas de las marcas más reconocidas y señores con traje de lino, tomándose un café en Versalles, acompañado de un tabaco y el ejemplar más reciente de la revista TIME.
Este fue su mundo y esa fue su historia, una historia que ya acabó, pero no del todo, porque las historias no acaban mientras tengan quien las recuerde.
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