Los años de indecisión y de pensamiento no desaparecen porque así lo decreten o les convenga a los que persiguen la coherencia. Simple y vagamente, se van.
Justo el día en el que los católicos acostumbran marcar su frente con una cruz, decidí bordar en mi cuerpo el símbolo del pecado. La señal atraviesa mi ombligo de izquierda a derecha y del centro hacia abajo. Porque polvo fui; pero, no por eso el polvo lo convertiré.
El miércoles 10 de febrero de 2016, a las 6:30 de la mañana, autoricé a un médico de Profamilia para que ligara mis trompas. El procedimiento incluía otros verbos como cortar y cauterizar. A las 8:00 a.m., aproximadamente, y mientras un grupo de jóvenes protestaba frente a la sede del polémico instituto, sentencié a muerte la idea de maternidad. Al menos en lo que respecta a mi galaxia.
Imagino que mientras yo viajaba por los efectos alucinógenos de la anestesia general, ellos – los jóvenes que protestaban con velas – veían la culpa todo el tiempo. Acostumbrados a ella y orgullosos de su habilidad para desafiar lo que en el estómago produce, prometen velar su idea durante 40 días, “40 días por la vida”.
Sin mayor posibilidad de reflexionar, me abstuve de tomar sus caminos y descalificando cualquier comentario, cercano o ajeno, le entregué mi cuerpo a uno de los actos más condenados dentro de la que podría considerarse: “la política pública para ser mujer” aprobada por las damas, en mi caso, antioqueñas.
Esas mismas que consideran la adopción un camino equivocado porque: “Uno no sabe eso cómo irá a llegar de dañado. Con qué mañas”. Round número uno: “Los humanos como un eso”.
Parágrafo 1: las críticas llueven
Desde que tenía unos 18 años comencé a construir mi propio discurso de la no maternidad. De la mano de esa edificación hubo comentarios que nunca desaparecieron: “Estás muy joven como para pensar en eso”. “Vos ni sabés lo que estás diciendo”. “No diga nada que dios la va a castigar con unos cinco pelaos”. Round número dos: los hijos como castigo.
A medida que el tiempo transcurría la idea se volvía más fuerte y pese a que me encanta cargar bebés, tomarme fotos con ellos y asombrarme con la forma cómo sus sentidos reciben el mundo, el discurso era el mismo: “Lo que mi cuerpo creará no serán humanos”. Pero, como el dinosaurio, las críticas siempre estaban ahí.
Mis parejas pueden decir de mí que estoy loca. Que soy una impulsiva manipuladora. Pero, jamás, que quise hacerles padres sin consideración alguna.
En la década de los 20 años terminé el edificio y a los 28 años hice mi primer intento por firmar la “esterilidad”, palabra muy fea pero que describe bien la situación. Primero lo intenté por la EPS; pero, algo le decía a los médicos que mi estado mental no era el mejor. Sugirieron que, para asegurarme de que estuviera tomando la decisión correcta, debía visitar un par de psicólogos y unos cuantos psiquiatras. Round número tres: la idea de la no maternidad como un estado de locura.
Convencida de no someterme a tan humillante reallity, tomé la decisión de esperar a cumplir mis 30 años para cerrar el camino. Con o sin aprobación de la EPS, pagado o no pagado por mí.
Durante esos 24 meses encontré una luz, Maritza. Ella me contó de Profamilia y de la facilidad que ofrece dicha entidad a la hora de decidir una tubectomía, ese es el nombre elegante.
¡Mujeres! Profamilia es respetuoso. Una entidad que informa sin pretensiones morales y que, lo único que exigen es una consciencia de que esta es una decisión propia, de nosotras, quienes podemos gestar. No se dejen engañar por los miedos que otros quieren infundarnos cuando, al tratarnos a todas como unas “adolescentes descontroladas”, nos dicen. “Eso no te lo hacen tan joven”. Knockout número uno: hay quienes nos respetan.
Parágrafo 2: de mulas y de mitos
Una vez tomada la decisión empezaron los momentos incómodos. Pese a que la única persona de la cual me importaba su opinión: mi mamá, siempre estuvo de acuerdo con la decisión, no se hicieron esperar las opiniones no pedidas y descontroladas.
Inicialmente pensé en omitir los detalles de la cirugía. Pero, a la primera respuesta de: “Me voy a poner tetas” me sentí tan ridícula que a todo aquel que me preguntaba le contestaba: “Me van a castrar”, sin discusiones biológicas, todos comenzaron a entender de qué se trataba el procedimiento.
Me dijeron desde: “Vas a quedar estéril como una mula” hasta, “¿y eso si te lo cubre una incapacidad siendo una decisión tan personal?”. A esa última persona le dije que estaba cambiando cuatro días de incapacidad por más de 60 de licencia de maternidad, lo cual representaba por lo menos un ahorro en 56 días de trabajo.
De nuevo me dijeron que me iba a arrepentir, pero esta vez cuando tuviera una pareja para darle un hijo. Round número cuatro: los hijos como una forma de complacencia femenina a lo masculino.
Entre las listas de enfermedades quedaron consignadas: cáncer de cuello uterino, un no sé qué en la matriz y hasta depresión cuando viera caminando a un infante.
En el último mercado mi mamá no me compró toallas higiénicas. Al preguntarle por ellas me dijo: “¿Cómo así y es que eso no es como con las perras?”. ¡Mujeres! Seguimos teniendo una vida sexual normal –incluso mejor-, nuestros períodos siguen llegando cada mes y también sufriremos de menopausia. Mi piel tampoco envejecerá y mi cabello no se secará.
Parágrafo 3: la cirugía
Cuando ingresé al lugar donde sería la cirugía había unas 15 mujeres que iban a realizarse el mismo procedimiento que yo. Todas madres. Dos de apariencia joven, una morena de caderas amplias y yo. Las demás, adultas. Una de ellas lloraba y decía que no quería operarse y que prefería que fuera su esposo el que lo hiciera, al preguntarle por qué no lo hacía él contestó: “Cada que le digo cruza las piernas y dice que qué dolor de güevas”. Round número cinco: la vasectomía también es una opción.
Todas comenzaron a contar sus historias. Yo, expectante. “Tengo cuatro hijos que son mi vida, pero no quiero tener más y a mi marido no le gusta que planifique”. “Tengo tres y no puedo con más”. “Yo no me quería operar, pero me va a tocar con tanto muchachito”. De repente, la discusión llegó a mí: “No tengo hijos”. Reinó el silencio.
Luego vinieron la aguja, el quirófano y la anestesia. Lo último que supe de mí fue que me preguntaron: ¿está en ayunas? Lo siguiente fue despertar en tren, viajando por algún lugar muy parecido a Machu Picchu, pero de colores rojos y amarillos. Cuando aterricé estaba en la sala de recuperaciones orgullosa de haber firmado esa sentencia que a muchas todavía les persigue el pensamiento: la decisión, respetuosa (porque no culpo a quienes sí lo hacen), de no gestar hijos para esta sociedad.
Knockout definitivo.
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