Cristo y Buda: una mirada política

No cabe duda que, tanto Siddhartha Gautama, más conocido como el Buda (el despierto), y Jesús de Nazaret, llamado el Mesías o el Cristo (el ungido), han sido figuras tan significativas que han permanecido en el tiempo y han modificado sustancialmente la historia. ¿Cuál pudo haber sido la razón de su gran importancia?

Aparentemente uno pudiese pensar que su trascendencia se debe a sus personalidades extraordinarias, aunque esto es poco probable; o quizás a que sus discípulos supieron armar un tejido propagandístico detrás de ellos atrayendo a las masas necesitadas. Aun cuando esto en principio es discutible, no perece haber sido por la difusión proselitista, ni mucho menos por la “ayuda divina”, sino más bien podemos proponer dos hipótesis: hablo de la robustez del mito de un héroe sobrenatural por un lado y, sobre todo, en la ayuda del poder político por el otro.

El concepto de tiempo sagrado y de tiempo secular es muy importante en este proceso. Mientras que en los relatos de creación los dioses instauran el cosmos de manera perfecta, el presente paradójicamente está atravesado por el dominio del mal, por dicha contradicción es que los mismos dioses prometen traer una redención futura, razón por la cual las sociedades son atravesadas por la espera de un salvador que en el fondo esconde una ilusión de tipo político.

Los indios aguardaban desde tiempos védicos que en el futuro viniera un “avatar” o un libertador regio conocido como el “Chakravartin” (el que pondría en movimiento la “Rueda del dharma”) y que, además, restaurara un gobierno de paz y prosperidad. Como era de esperarse Siddhartha fue asimilado a ese maestro futuro que regresaría en tiempos ulteriores (una segunda presencia), quien asimismo traería la solución a las injusticias, a la xenofobia de las castas y, como si fuese poco, restauraría la Edad de Oro.

Es interesante notar que lo mismo ocurrió con Jesús de Nazaret. No sería siempre aquel niño indefenso nacido en un establo, o un hombre débil sufriente en la cruz, sino que regresaría como un rey de reyes montando sobre un corcel blanco, blandiendo una espada de destrucción y trayendo la ruina sobre los enemigos del Israel espiritual. Cristo sería, en realidad, el verdadero “León de la tribu de Judá”.

Dejando el terreno del mito examinemos lo siguiente: en el plano real el budismo se constituyó en una religión universal, no por sí solo, sino porque fue abrazado por la clase política. Es más, el budismo “per se” comenzó siendo una crítica y una disputa por la supremacía de la casta guerrera a la casta sacerdotal. En el siglo III a. C. el Emperador Asóka de la dinastía Maurya abrazó dicha fe. Ahora no era solo una corriente filo-teológica más, sino que esto le posibilitaría salir meramente de ser un grupo de renunciantes e ingresar en el espectro mundial, llegando así a traspasar las fronteras de la India penetrando en China, Japón, Indochina y el Tíbet con los fondos de dicho mecenazgo.

Asóka instauró sus principales símbolos: señaló el árbol bajo el cual supuestamente Siddhartha se iluminó; demarcó las “stupas” o las tumbas donde según la tradición fueron esparcidas las cenizas del maestro y, con la ayuda de su fuerza mundana, convirtió los dogmas de un grupo de monjes locales en una organización internacional.

En tal caso, si meditamos en la figura de Jesús de Nazaret nos encontramos con una dialéctica similar. Sin embargo, si bien para los fieles la relevancia de Cristo está en los rumores de su encarnación, crucifixión y resurrección, más allá de lo fantástico, a todas luces su entidad se debió al maridaje de aquel culto primitivo con el poder de turno.

Ya desde los primeros tiempos el cristianismo estaba destinado a desaparecer. Fue Pablo de Tarso (San Pablo) quien armó una teología de la redención creando el relato de que ellos eran la continuación de aquel Israel elegido por Dios en el Sinaí, que Cristo era el segundo David y que traería un Reino que no sería parte de este mundo. Pero esta genialidad paulina no hubiese tenido éxito en sí, no más que los cultos mitríacos o neoegipcios de su época, si no hubiese sido por el Emperador Constantino el Grande y su madre Helena (conocida también como Santa Elena). Al igual que Asóka, Constantino vio en ese grupo de predicadores una posible continuación imperial y, en esto, hay que destacarlo como un visionario y un estadista como pocos, ya que no se equivocó.

La figura de Cristo como rey sobrenatural sincretizado con el culto solar, guiaría además a aquella superpotencia y sería el cumplimiento de las profecías escatológicas que hicieron de él una manifestación religiosa universal envestida de una inmensa capacidad. Roma asimilada a la Iglesia sería el medio para que Cristo trajera su Reino celestial al orbe terrestre. Le dieron a Dios lo que era de César y a César lo que era de Dios: el poder de un señorío concebido como mitad humano y mitad divino.

Esto nos tiene que llevar a pensar que la unidad entre la astucia política y la esperanza religiosa apocalíptica fueron, en no pocos casos, una fórmula casi perfecta para que la potencia romana pudiese seguir expandiéndose y perdurar hasta nuestros días.

A pesar de los esfuerzos de los ilustrados, la política sigue siendo emocional, por ello la filosofía que la sostiene, más allá que sea de sumo interés, no puede tener una aplicación plenamente satisfactoria; por dicha razón es que frecuentemente recurre a los símbolos religiosos, a las narraciones ancestrales y, sobre todo, a los rituales para acrecentar el atractivo y exacerbar a las turbas. Eric Voegelin supo interpretar en toda estructura política cierto parecido al imaginario gnóstico.

Pongamos como ejemplo a los fascismos, especialmente la emergencia del nacionalsocialismo, que sedujo a espiritualistas como Carl Jung, que intuía en Adolf Hitler la encarnación del arquetipo del “Caballero del Santo Grial” que terminaría de cristianizar y redimir a los germanos. O a Mircea Eliade quien leería al fascismo rumano como aquel a quien debía dársele un sacrificio colectivo como hierofanía de la historia. O a Martin Heidegger quien vio en el proyecto alemán el cuidado de la naturaleza. Consideremos al stalinismo, cuyos íconos y certidumbres mesiánicas movieron a las masas exasperadas por poco menos de un siglo.

El peronismo es un ejemplo clásico conocido: su mística, sus liturgias populares y la apoteosis del líder en la Argentina terminaron siendo un armado mitopolítico que atrajo y atrae ciegamente a las plebes al mejor estilo de un “rockstar” y, hagan lo que hagan y digan lo que digan siempre serán objeto de devoción y santidad. Lo fundamental es el culto a las figuras inmaculadas a través de la creencia, ya que funciona como un andamio religioso, y que, además, dan las bases para eternizarse en el poder.

Al igual que sucedió con los seguidores de los grandes reformadores espirituales, con Cristo, Buda y tantos otros, la mitopolítica ha dado frutos perennes para aquellos que ostentan la voluntad de dominio, porque mueven otras fibras, no racionales sino místicas, mágicas, aquellas que están en nosotros desde la infancia más temprana, aquellas que nos prometen un sentido, y que al sujeto poco cauto lo envuelven dentro de un tipo de fe ciega, ya que no es dado ni a la crítica ni al disenso.

De este modo, como decía Baruj Spinoza, los pueblos acaban luchando para obtener su esclavitud como si lo hiciesen por ganar su libertad. Siendo así, aquellos mitos que se sostienen en la salvación de las masas por medio de un caudillo semidivino y omnisapiente terminan lamentablemente por dejar una herencia de ignorancia, sometimiento, pobreza, marginalidad, lumpenización y exaltación irracional condenando a las multitudes a su perdición y a seguir repitiendo siempre los mismos errores.

*Nota publicada originalmente en “La Gaceta Mercantil”.

Sergio Fuster

Filósofo, Teólogo y ensayista.

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