La Ley 30 del 28 de diciembre de 1992 fue uno de tantos paquetes económicos de la (para la época) recién entrada en vigencia apertura económica del gobierno de César Gaviria. La educación, que se supondría sería un derecho fundamental brindado por el Estado, tal como se proponía por sectores jóvenes que impulsaron la séptima papeleta conducente a la Constitución Política del 1991, terminó siendo un servicio más del mercado al que solo podrían acceder quienes demostraran las capacidades para ello.
Este golpe neoliberal certero a la educación la convirtió, de entrada, en una negación del acceso para la gran mayoría de jóvenes del país, por un lado, porque estaba más preocupada por la demanda que por la oferta y, por otro lado (sin duda el más preocupante), porque condenó desde el comienzo al sistema de educación superior a un estancamiento financiero al ponerlo a depender del IPC (Índice de precios al consumidor). El error radicó en que dicho cálculo financiero no consideraba el crecimiento real, solo pretendía reconocer la pérdida de valor de los recursos que causa la inflación. Es decir, no consideró el crecimiento demográfico de la población estudiantil, tampoco los requerimientos de la formación docente, el crecimiento de las plantas profesorales, los recursos para la investigación, la creación de nuevas instituciones con el propósito del cierre de brechas, entre muchas más.
El tema se complejiza cuando en el mismo sistema normativo, es decir, tanto en la Ley 30 de 1992 como en la reforma que se presenta actualmente ante el Congreso (Proyecto de Ley 212 del 2024) donde se propone una reforma a los Artículos 86 y 87 de dicha ley, se sigue planteando que las universidades tendrán también como fuente de financiación recursos propios, lo que significa para ellas depender de la consultoría y la venta de servicios como fuentes de financiación.
Este cáncer creado por la Ley 30 del 1992 que carcome el sistema de educación superior no solo está haciendo metástasis en casi todas las universidades públicas, sino que tiene a algunas de ellas al borde de la muerte. Veamos el panorama general en la siguiente tabla[1] que muestra la situación de 20 de las 34 universidades públicas en relación con el déficit causado por el desfinanciamiento estructural. El déficit estructural es la proporción de los costos y gastos de funcionamiento de una universidad que no se cubren con las transferencias de recursos de base presupuestal que realiza el Estado.
Si se analizan los datos, en cuanto al déficit estructural promedio de los últimos 5 años, todas las universidades presentan un desfinanciamiento producto de la formula financiera establecida vía IPC. Este desfinanciamiento histórico ha provocado que algunas universidades no tengan hoy en día cómo operar, es decir, no tiene los recursos para cumplir con sus obligaciones financieras, es decir están ilíquidas. En la siguiente tabla[2] vemos, en detalle, lo que viene sucediendo.
Se observa que, en las primeras 5 universidades, la razón corriente en promedio de los últimos 5 años es baja en relación a la razón efectivo en promedio del mismo periodo; es muy probable que estas universidades enfrenten en el corto plazo serias dificultades para cubrir sus compromisos financieros. Ya la Universidad de Antioquia, por ejemplo, hace unos meses retrasó en dos ocasiones el pago de la nómina, y ha manifestado que de no contar con un oxígeno financiero calculado en 143 mil millones de pesos para el fin de año, no tendrá cómo hacer cierre financiero en el 2024; igual probablemente ocurrirá con la del Universidad del Valle, y así sucesivamente con otras.
El problema del desfinanciamiento producto de la nefasta Ley 30 del 1992 colocó las universidades públicas a una crisis financiera estructural, y a entrar en una competencia por ventas de servicios que no debería estar en su razón de ser; competencia que se traslada a los estudiantes, pues obtendrán el añorado cupo solo quienes demuestren las “capacidades” para ello, es decir que aquello que debería ser un derecho fundamental brindado por el Estado se revela, realmente, como una mercancía producto de la neoliberalización de la educación en el país.
La pregunta que debe hacerse el gobierno actual, que tomó la educación como bandera, es si no intervendrá este cáncer que es la Ley 30 de 1992, o si plantea una solución estructural proponiendo otra ley de educación; por su parte, el movimiento por la educación debe entender, asimismo, esta necesidad más allá de la coyuntura actual.
[1] Elaborada por Nelson Lozada, profesor de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Antioquia, con base en los estados financieros de las universidades en cuestión.
[2] Elaborada por Nelson Lozada, profesor de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Antioquia, con base en los estados financieros de las universidades en cuestión.
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