Corrupción al desnudo. Un cambio que hiere la democracia

En Colombia estamos siendo testigos de un cambio. No el prometido por los discursos ni aquel que enarboló banderas de transparencia, dignidad y justicia social. Es un cambio profundo, pero perverso. Se trata de un giro institucional sin precedentes: la detención de los expresidentes del Senado, Iván Name, y de la Cámara de Representantes, Andrés Calle, por presuntos actos de corrupción ligados a la aprobación de reformas fundamentales del actual Gobierno.

Esta vez no se trata de simples sospechas ni rumores de pasillo. La Corte Suprema de Justicia ha abierto procesos judiciales que involucran directamente a las cabezas visibles del Congreso, quienes, según los testigos, recibieron millonarios sobornos en dinero en efectivo y contratos estatales para aprobar proyectos clave, como la reforma pensional. Esta forma de clientelismo —más cruda, más directa, más descarada— no solo erosiona la legitimidad del proceso legislativo, sino que constituye una traición al mandato popular y una burla al Estado de Derecho.

El escándalo que sacude a la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD) es emblemático. No solo revela el uso desviado de recursos destinados a comunidades vulnerables —como La Guajira— sino que exhibe una estructura de corrupción que parece operar con una coordinación meticulosa y una repartición burocrática que compromete a altos funcionarios del gobierno, asesores ministeriales, exfuncionarios y congresistas.

Y aquí surge la contradicción más dolorosa para el ciudadano: ¿dónde está la lucha anticorrupción que el presidente Gustavo Petro prometió con firmeza y convicción en su programa de gobierno, en su posesión presidencial y en su Plan Nacional de Desarrollo? ¿Dónde quedó la “mano firme y sin miramientos” para erradicar el régimen de la corrupción que tanto daño ha hecho a la nación?

Lejos de combatirla, la corrupción parece haberse reconfigurado, mutando sus métodos, pero manteniendo su esencia: la compra de voluntades, la instrumentalización del poder legislativo, y la manipulación del erario público para fines políticos y personales. Lo único que ha cambiado es la forma de entrega: ya no son solo puestos y contratos con fines electorales, sino fajos de billetes entregados directamente en apartamentos privados. Lo que antes era disimulado, hoy se hace sin vergüenza.

Esta situación ha generado no solo indignación sino también una crisis institucional de fondo. La Corte Constitucional, en una decisión sin antecedentes, ha solicitado a la Corte Suprema las pruebas de estas investigaciones penales como parte del estudio de constitucionalidad de la reforma pensional. Esto pone sobre la mesa un debate de fondo: ¿es posible que una ley nacida de la corrupción, aún sin sentencia penal definitiva, sea considerada legítima por el más alto tribunal constitucional?

El dilema es complejo. Legalmente, la Corte Constitucional no puede emitir juicios penales. Sin embargo, sí puede —y debe— determinar si el proceso legislativo fue viciado por elementos que afectaron la libertad de voto, un principio fundamental del Estado democrático. En otras palabras, si hubo compra de votos, entonces no hubo voluntad libre del legislador. Y si no hubo voluntad libre, la reforma es nula de origen.

Mientras tanto, el país aguarda. La reforma pensional —junto a la laboral y la de salud— representa cambios estructurales que afectarían por décadas a millones de colombianos. Que su aprobación esté manchada por la sombra de la corrupción no solo ensombrece el texto legal, sino que deja en entredicho todo el sistema democrático.

Y la ciudadanía lo sabe. Según la encuesta Invamer de marzo de 2025, el 86.7% de los colombianos considera que la corrupción está empeorando. Esta percepción no es gratuita: es el resultado de años de escándalos impunes, de promesas incumplidas, y de una clase dirigente que muchas veces ha estado más interesada en servirse que en servir.

Hoy no basta con lamentarse. El país necesita una depuración a fondo. No se trata únicamente de sancionar a unos cuantos congresistas, sino de revisar los mecanismos que permiten que estos entramados de corrupción se mantengan vigentes sexenios tras sexenio, independientemente del color político de turno.

Colombia no puede seguir funcionando bajo la lógica del soborno, del chantaje político y de la transacción espuria. Si realmente queremos un país distinto, necesitamos un cambio. Pero no cualquiera. No uno que maquille viejas prácticas con discursos progresistas. Necesitamos un cambio ético, profundo y estructural. Porque de no hacerlo, el “gobierno del cambio” será recordado no por transformar a Colombia, sino por perfeccionar sus males.

Luis Carlos Gaviria Echavarría

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