La reciente destitución del presidente de Corea del Sur, Yoon Suk-yeol, es una muestra clara de cómo las democracias sólidas pueden enfrentar crisis políticas y preservar su institucionalidad. Ante una controvertida declaración de ley marcial por parte del mandatario, el Parlamento surcoreano, en una demostración de independencia y compromiso con el estado de derecho, votó masivamente por su remoción, reafirmando el principio de que nadie está por encima de la Constitución.
Este episodio nos lleva a reflexionar sobre los contrastes con otros sistemas democráticos, especialmente en América Latina, donde, en muchos casos, el Congreso ha sido cooptado por intereses particulares. En Colombia, por ejemplo, figuras como Olmedo López y Sneider Pinilla han denunciado cómo los proyectos de ley son aprobados en un ambiente de corrupción, con prebendas políticas que priorizan beneficios individuales sobre el bien común.
En Corea del Sur, la acción legislativa para destituir a un presidente no solo representa una crisis política, sino también una reafirmación de los valores democráticos. El hecho de que el Parlamento haya tenido la valentía de tomar esta decisión, a pesar de las implicaciones que podría tener en la estabilidad del país, refleja un alto estándar de independencia y transparencia.
En Colombia, por el contrario, la institucionalidad ha mostrado fisuras alarmantes. Se ha convertido en un secreto a voces que el Congreso, lejos de ser un contrapeso efectivo al Ejecutivo, opera como una plataforma de negociación donde las decisiones son influenciadas por intereses económicos y políticos. Esto no solo afecta la calidad de las leyes que se aprueban, sino que también mina la confianza de los ciudadanos en las instituciones.
La pregunta que debemos hacernos es: ¿por qué en otras latitudes los principios democráticos prevalecen mientras que en nuestro país parecen ser un ideal inalcanzable? Corea del Sur nos demuestra que la democracia no es solo un sistema de gobierno, sino una cultura política en la que los actores entienden su papel y lo desempeñan con rigor.
América Latina, y en particular Colombia, necesita un replanteamiento profundo de su institucionalidad. La corrupción endémica, las prebendas políticas y la falta de un verdadero control al poder Ejecutivo son síntomas de un sistema que se ha desviado de sus principios fundamentales. El caso surcoreano nos recuerda que la fortaleza de una democracia radica en la independencia de sus instituciones y en la capacidad de estas para actuar conforme a la ley, sin importar el costo político.
Es hora de que el Congreso colombiano asuma su responsabilidad histórica. Más allá de los escándalos y las denuncias, los legisladores deben entender que están llamados a ser guardianes de la democracia, no cómplices de su erosión. Aprendamos de Corea del Sur: una crisis puede ser una oportunidad para reforzar la democracia, siempre que las instituciones sean lo suficientemente fuertes para resistir la tormenta.
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