Constituyente de mentiras

Mentir sobre sus vínculos, apuestas y visiones de la Constitución de 1991 es una de las pocas coherencias de Gustavo Petro, versión 2021-2025.

En su campaña, el hoy presidente dijo ser uno de los héroes que consiguieron mover un orden constitucional autoritario, centralista y poco democrático y romper las barreras del cambio constitucional. No es cierto. Si el entonces militante del M19 tuvo algún papel en el proceso, ese fue invisible a la opinión e inocuo frente al que tuvieron los jóvenes, que la reclamaron; los presidentes Virgilio Barco y César Gaviria, que idearon decisiones para garantizar su convocatoria y elección, y la sabia Corte Suprema de Justicia, que avaló un cambio que la Constitución de Núñez y Caro hacía casi imposible.

En los años 1989 y 1990 el país vio y apoyó a oleadas de universitarios, medios de comunicación, políticos jóvenes, que pacíficamente marchaban, hablaban, escribían, reclamaban nuevas instituciones que contuvieran la violencia política que se extendía como mancha atroz contra la UP, diezmada por los crímenes de sus militares y la muerte de los valiosos candidatos Pardo Leal y Jaramillo Ossa, y el Nuevo Liberalismo, disminuido por los crímenes contra los valientes Lara Bonilla y Galán, así como la persecución a sus líderes más notorios. Soñaban, soñábamos en realidad, con apertura democrática, derechos, libertades, que respiraba el mundo mientras nosotros nos ahogábamos en estados de excepción y prohibiciones a la libre expresión y la participación ciudadana.

Por decisión de Pizarro, Navarro y los avanzados que llevaron al M19 a la firma de una paz que tanto quisimos, ese grupo reconoció en la convocatoria de la reforma constitucional la oportunidad de apertura democrática, reconocimiento a los derechos e impulso a la participación ciudadana que ese grupo promovía, así fuera a sangre y fuego. Con su decisión de paz, el país los abrazó amnistiándolos y comprometiéndose a sanar las heridas de muchos de sus crímenes, aunque varias de ellas aún sangraban.

Para crear la Constituyente fueron necesarias dos votaciones. La “séptima papeleta”, impulsada por los jóvenes, que contó los votos sobre la convocatoria a esa constituyente, dos millones. En una segunda jornada, elegimos setenta delegatarios, a quienes se sumaron posteriormente cinco miembros de grupos que suscribieron acuerdos de paz: Epl, Prt y Quintín Lame. La asamblea la dominaron tres sectores políticos, que llegaron casi en iguales condiciones: los liberales, mayoría no absoluta; los conservadores -que se habían dividido entre los del Partido Conservador y los de Salvación Nacional- y la Alianza Democrática. Los 19 escaños del grupo de los exguerrilleros fue el hermoso pedido de perdón de la ciudadanía al movimiento al que le habían asesinado a Carlos Pizarro, el líder que se atrevió a la paz.

Tuve la alegría, el privilegio, de cubrir la Asamblea Constituyente desde las primeras marchas universitarias hasta los tiempos posteriores en que nos unimos en la defensa de ese acuerdo, porque que “lo dice la Constitución y lo dice con la letra de todos”. En ningún momento escuché, vi, entrevisté a un líder llamado Gustavo Petro; ello a pesar de la activa, muy valiosa, y a veces tensa, participación del M19 en la copresidencia de la Constituyente y en las discusiones que dieron vida a esta Constitución que nos legó la Carta de Derechos, la Corte Constitucional, la Acción de Tutela, la Acción Popular, el Banco de la República, entre sus avances más gloriosos.

El poco veraz Petro, ahora apoyado por su ministro de Justicia, sueña con engañar al país, y particularmente a los dos millones de ciudadanos que hoy tienen entre 18 y 40 años, o sea que no vivieron ese proceso y poco se los han enseñado, aunque sí han disfrutado de los frutos de aquel esfuerzo.

Prometen los aspirantes a formar una constituyente emanada de un omnímodo, pero también desgastado, poder central, que su asamblea no sería constituyente si no constitucional, que tendría poderes limitados y que sesionaría por “apenas unos tres meses”. Dicen que sólo la usarían para su proyecto de grupo: estatizar todos los servicios públicos y buena parte de las actividades económicas, retrocediéndonos a los años noventa y anteriores del siglo XX.

Prometen lo imposible. Cuando avaló el decreto presidencial de Estado de Sitio que convocó la elección de delegatarios a la “asamblea constitucional”, la Corte Suprema de Justicia negó que el Gobierno tuviera potestad para limitar la convocatoria y alcances de ese poder que representa directamente al pueblo, ese sí. Una vez instalada, la Asamblea dejó de ser constitucional para convertirse en un poder soberano que cerró el Congreso elegido un año antes, algo que a pocos nos importó por aquel tiempo, se dio poderes absolutos y cambió, para bien, la estructura institucional del país.

Petro y Montealegre no pueden comprometerse con que el órgano que impulsan va a hacer lo que ellos quieren y no va a optar por lo que otros han intentado, inútilmente, por el Congreso: cercenar la tutela, minimizar el poder de la Corte Constitucional, recortar la descentralización, ya reducida a mínimos. Claro que no sabemos si el presidente que desacata decisiones de tutela, insulta a los magistrados de las cortes y el Consejo de Estado, abraza a misóginos y violentos como compañeros de proyecto, y se proclama jefe de los alcaldes, quiere mantener los derechos, la apertura y las libertades que la Constitución del 91 le dio a Colombia.

Luz María Tobón Vallejo

Periodista. Exdirectora del periódico El Mundo, profesora, investigadora en comunicación.
Actualmente lidera la Iniciativa por la Minería Consciente, un proyecto de la sociedad civil por el diálogo social y la comunicación pública en entornos mineros.

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