Termina una de las campañas presidenciales más sonadas en los últimos tiempos en América. Sin duda, éste año la carrera a la Casa Blanca marcó un hito en la historia política de los Estados Unidos, como la del año 2008. Ese año, no sólo se enfrentaban un demócrata y un republicano, como siempre, sino un negro carismático y un blanco amargado. Esta vez, el Partido Demócrata decidió innovar nuevamente en su candidatura, y eligió a una mujer como quien deberá continuar el poder demócrata en la oficina oval.
Como en toda elección presidencial en el mundo, no se elige al mejor candidato sino al menos peor. Si gana Hillary, gana la mujer que, como Senadora, estuvo en la coalición derechista que impulsó la invasión a Irak; la mujer que, como Secretaria de Estado, debatió fuertemente (y ganó) dentro de su mismo gobierno a favor de que EE.UU enviara más tropas a Medio Oriente, que espiaba las comunicaciones gubernamentales del resto del mundo, que casi dirigió la cuestionada operación en la que cayó Osama Bin Laden en 2011, y que metió tropas americanas en Libia.
Pero si, por el contrario, gana Donald Trump, la sociedad estadounidense habrá sacado su lado más oscuro.
Las encuestas de las últimas semanas mostraban que ambos candidatos estaban a un 50-50 en la carrera a la Casa Blanca. Que los ciudadanos de EE.UU estaban partidos a la mitad electoralmente. Cosa que uno, desde tantos kilómetros a distancia, no entiende, conociendo la posición del magnate republicano.
Sabemos que Trump forjó su campaña presidencial con una postura segregacionista y xenófoba que se ve demencial en una persona que aspira a un puesto tan importante, como él lo hace. Desde el anuncio de su pelea por la nominación en Nueva York, la ciudad que lo vió crecer como hábil empresario, Trump expresó las políticas que adoptaría en contra de inmigrantes, principalmente hispanos, a quienes acusó de ser la degradación de los EE.UU.
Durante toda su campaña, ha mojado prensa con sus comentarios en contra de la comunidad lgbti de los EE.UU, en contra de la comunidad islámica, en contra de la inmensa minoría que representan los latinos que habitan EE.UU. Ha nombrado innumerables veces el muro en la frontera con México “que ellos van a pagar”, y una fuerza policial exclusiva para el arresto a todos los indocumentados, al mejor estilo de Hitler. Pretende, también, crear una contracultura de sospecha y vigilancia hacia todo musulmán que habite en el “país de la libertad”. Quiere que todas las mezquitas sean vigiladas por el gobierno federal, que se tenga un registro único de quienes lleguen de Medio Oriente, quiere obligar que toda la Liga Árabe se inmiscuya en la guerra contra ISIS.
Como todo buen empresario, Donald Trump quiere que su país sea el paraíso para la industria privada a cambio de la destrucción ambiental, como ha constatado en muchos de sus discursos, eliminando las entidades ambientales, incentivando la explotación petrolera y la energía nuclear, y desaprobando energías verdes. Qué más se puede esperar de un tipo que dice que el calentamiento global es un mito.
Pero lo más controversial de todas sus propuestas, es la evidente segregación que quiere promover entre los ciudadanos estadounidenses en contra de la comunidad hispana. Peor aún, las últimas encuestas no mienten, la mitad de los estadounidenses están de acuerdo con todas estas políticas excluyentes. Resulta que Donald Trump ha estado expresando lo que millones de americanos piensan, pero no se atreven a decir. Son millones los que encontraron en Trump al héroe que los salvará del narcotráfico, de la inseguridad.
Es aquí donde digo que, con la campaña de Donald Trump, los americanos mostraron, sin vergüenza, ese espíritu racista que los caracterizó todo el siglo XIX y mitad del XX en el mundo. Ahora no solamente contra sus hermanos negros, sino también contra sus compatriotas latinos, árabes y gays que comparten la misma tierra. ¡Pobres! ellos huyeron de la miseria y la violencia de sus países de origen, pensando que iban a encontrar una mejor sociedad en los Estados Unidos.
Sin embargo, la campaña de Trump no solo exhibe lo peor de la sociedad americana, sino que asimismo significa el mejor momento de la comunidad hispana de EE.UU para hacerse ver, para demostrar que no sólo están para hacer trabajos domésticos, prostitución, música o albañilería. Los hispanos en EE.UU son más de 55 millones, eso debe figurar en un gran poder. Nunca antes se había hablado tanto de la importancia de los latinos en EE.UU que, por cierto, siempre habían tenido gran porcentaje de abstención en las elecciones. Éste es el momento de salir y votar, por quién sea, menos Donald Trump.