Este es el primero de dos artículos de ¿Cómo tumbar nuestros muros? Para ver el segundo artículo, haga clic aquí.
Hace 25 años cayó el muro de Berlín, y junto con sus ruinas se hizo evidente el derrumbe de la pesadilla comunista del siglo XX. Unos pocos años antes la dirigencia roja de la China había decidido cambiar su sistema económico y pasar de la ortodoxia maoísta al pragmatismo capitalista que hoy en día le ha devuelto la prosperidad. Ese año, no sólo los alemanes del este sino también los polacos, los húngaros, los búlgaros, los rumanos y los checoslovacos salieron a las calles a eliminar la dictadura comunista. En la capital de la revolución, la enorme Rusia, eran los tiempos de la Perestroika y el Glasnost, que concluirían dos años más tarde dando fin a la Unión Soviética y liberando una docena de países en Europa del Este y Asia Central, de los cuales algunos se han convertido en democracias exitosas con libre mercado y otros en estados fallidos y autoritarios.
El comunismo quedó a comienzos de la década de 1990 reducido a un poco de islas. Sí, la única isla real en ese grupo es Cuba, pero los demás estados comunistas (Corea del Norte, Bielorrusia, entre otros) aislaron tanto a su población del mundo exterior que a pesar de no estar rodeados de mar quedaron separados del resto de la humanidad por murallas mentales. En cambio los vietnamitas, más veloces e inteligentes, se adaptaron a la nueva realidad mundial. Estos eventos hicieron pensar en «el fin de la historia», el momento de armonía logrado por el triunfo de la democracia y el liberalismo económico.
Pero el comunismo sobrevivió porque encontró una tierra fértil para ideas moribundas: América Latina. Ha sido siempre así y no hay nada que parezca cambiar esa tendencia al atraso ideológico. Cuando Europa renacía y reformaba sus creencias religiosas, España decidió encerrarse en la Edad Media y exportar el oscurantismo medieval a sus nuevas colonias. Desde entonces, cada proyecto fracasado de otros lados del mundo encuentra sus defensores en nuestra región, a menudo convirtiéndolo en una versión más peligrosa que el monstruo original. Aunque nuestras guerras de independencia se dieron en un curioso y raro momento de lucidez de nuestros dirigentes, en la mayoría de los países estas gestas dieron origen a feroces luchas por el poder y guerras civiles. En el siglo XX siguieron las malas ideas, encabezadas por militares autoritarios que gobernaron en algún momento recordando vagamente al fascismo europeo, incluso muchos años después de la caída de este último.
En este nuevo milenio amanecemos con una extrema izquierda similar, pero no igual al comunismo, llamada por sus defensores «socialismo del Siglo XXI». No es marxismo puro, y de hecho contradice algunos postulados del filósofo alemán. Más que influenciarse por este pensador, se ha nutrido del populismo típico de la región, adaptándolo y disfrazándolo como «bolivarianismo», «sandinismo», o «indigenismo». Su lucha contra la propiedad privada ha pasado a segundo plano, ya que sus líderes se han dado cuenta de lo agradable que es acumular cientos de propiedades. La iniciativa privada se tolera siempre y cuando el empresario responda a los caprichos de la dirigencia política. La democracia es un medio, pero no el único, para hacer la revolución; por eso se respalda la «combinación de todas las formas de lucha». Y cuándo «el pueblo» llega al poder, conviene seguir llevando a cabo elecciones, aunque estén viciadas, porque lo que importa es garantizar la legitimidad internacional de la revolución.
La revolución se exporta a los vecinos con organismos como el Foro de São Paulo y el ALBA, ya que al fin y al cabo todos somos un mismo pueblo. La revolución crea constituciones, cambia instituciones, cuando gobierna hace, pero sobre todo, deshace. Y cuando no gobierna también deshace: destruye la infraestructura petrolera y vierte el crudo sobre arroyos y ríos, secuestra, extorsiona, roba, mata por igual al rico y al pobre, al mestizo y al indígena, al campesino y al citadino. La lucha anti-imperialista no se olvida, pero no se hace con armas sino con cocaína para corromper a los jóvenes europeos y norteamericanos mientras que los revolucionarios se llenan los bolsillos de dólares. La revolución no saca de la pobreza a nadie, porque «No es que vamos a sacar a la gente de la pobreza para llevarla a la clase media para que después aspiren ser escuálidos.» La revolución ya no despotrica de la religión, sino que la reinterpreta con nuevos santos y profetas: San Chávez, Rosario Murillo, el cura Camilo y los teólogos de la revolución. Esto porque aprendió que si no se puede controlar al pueblo por un solo medio, es porque hace falta usar el miedo.
Pero si la religión es el opio del pueblo, el socialismo es la morfina. ¿Qué hicimos para merecer esto? ¿Por qué, si el mundo se abre a otros caminos que valoran a cada ser humano como individuo, Latinoamérica se cierra cada vez más? Nuestros países no viven esta crisis por azar: si el populismo socialista floreció en América Latina es porque las condiciones estaban dadas para que eso sucediera. Nuestra región está llena de muros de Berlín, así no sean visibles. Tenemos una gran muralla mental que precede a la ola populista socialista. ¿Cómo tumbamos el muro?
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Foto: tomado de Wikimedia Commons, autor: Thierry Noir.
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