“La injusticia en cualquier parte es una amenaza a la justicia en todas partes.” — Martin Luther King Jr.
La reciente captura de Daneidy Barrera Rojas, más conocida como Epacolombia, vuelve a poner sobre la mesa un debate incómodo: ¿la justicia en Colombia realmente se aplica de manera equitativa? La respuesta, a simple vista, es un rotundo no. Mientras ella enfrenta una condena por vandalismo, otros personajes con un historial delictivo mucho más grave siguen en libertad, ocupando cargos políticos o incluso reorganizando estructuras criminales sin que nada les pase.
No se trata de justificar lo que hizo Epacolombia ni de decir que no merezca una sanción. Ella misma, con su comportamiento impulsivo y provocador, se puso en la mira de la justicia cuando decidió vandalizar una estación de TransMilenio en el marco de las protestas de 2019. Y claro, el daño a la infraestructura pública es un delito que debe ser castigado. Pero lo que genera indignación no es que ella sea sancionada, sino que mientras su caso avanza con rapidez y con penas ejemplarizantes, otros delincuentes con prontuarios mucho más graves siguen intocables.
A lo largo de los años, hemos visto cómo la justicia colombiana ha operado con doble rasero. Los líderes de la extinta guerrilla de las FARC, responsables de asesinatos, secuestros, masacres y todo tipo de atrocidades, no solo fueron beneficiados con amnistías y acuerdos de paz, sino que muchos de ellos hoy ocupan curules en el Congreso sin haber pasado un solo día en prisión. Mientras tanto, a otros ciudadanos por delitos menores se les cae todo el peso del aparato judicial, como si la justicia necesitara demostrar que sí funciona, pero solo con algunos.
El problema se agrava cuando vemos que la impunidad no solo ha permitido que estos exlíderes guerrilleros eviten pagar por sus crímenes, sino que en muchos casos han vuelto a la actividad delictiva. Lo que ocurre en el Catatumbo es una prueba de ello. Excombatientes de las FARC han librado una guerra con el ELN por el control territorial de la región, demostrando que nunca dejaron del todo la violencia y que, en lugar de construir paz, siguen viendo las armas como un mecanismo legítimo de poder.
Lo peor es que no tienen reparo en decirlo públicamente. Recientemente, en medio de los enfrentamientos con el ELN, algunos de ellos declararon con total descaro que “ni los paramilitares pudieron con ellos y que ahora el ELN tampoco podrá vencerlos”. Ese es el nivel de cinismo con el que se manejan: no solo siguen activos en la guerra, sino que lo presumen como si fuera una medalla de honor. Y mientras tanto, el Estado, que debería garantizar justicia y orden, simplemente mira para otro lado.
Aquí el problema no es solo la impunidad, sino el mensaje que esto envía a la sociedad. Cuando la gente ve que alguien que destruyó una estación de TransMilenio termina en la cárcel, mientras que un exguerrillero que ordenó asesinatos y secuestros camina libre, da entrevistas y ocupa cargos públicos, el mensaje es claro: la justicia no se basa en la gravedad del delito, sino en quién eres y qué tan útil puedes ser para el sistema político.
Ese desequilibrio es lo que destruye la confianza en las instituciones. No es solo una cuestión jurídica, sino un problema social profundo. La gente empieza a sentir que la justicia no es una garantía, sino una herramienta arbitraria que se usa para castigar a algunos y proteger a otros. Y cuando un país pierde la confianza en su sistema judicial, lo que sigue es la ley del más fuerte, la desobediencia y la falta de credibilidad en el Estado.
No se trata de pedir impunidad para Epacolombia, sino de exigir coherencia. Si el Estado quiere aplicar la ley con rigor, que lo haga con todos. Si exige justicia para unos, que la exija para todos. De lo contrario, seguirá quedando la sensación de que en Colombia la justicia no es ciega, sino que simplemente decide mirar para donde le conviene.
Comentar