Colombia en tránsito de un nuevo relato

En el presente unas reformas básicas intentan introducir todo esto que hasta el momento han sido solo promesas. La reforma tributaria, el nuevo modelo de salud, la reforma laboral, la reforma agraria, la transformación significativa del ministerio de Cultura, la adecuación-transformación del modelo minero-energético, entre otros, no son más que algunos cambios obligados si se trata de hacer posible la Colombia prometida desde hace mucho y siempre aplazada o traicionada.


Colombia es un país curioso, extraño, delirante, desmesurado, agobiante y de maravilla. Es seguro que la combinación de esas características hizo surgir la narrativa literaria por la que somos conocidos en todo el orbe: lo real maravilloso que conversa de cerca con su manifestación en las escuelas del arte, el realismo mágico.

Sin embargo, lo real de esa magia está compuesta por un sustrato de hechos y marcos históricos que es preciso reconocer y observar críticamente de cara a las transformaciones sociales postergadas durante décadas. Frente a temas como la corrupción, la violencia y la inequidad socioeconómica, por señalar solo algunos de los asuntos más importantes, se nos ha hecho creer que son una especie de maldición heredada; una característica incrustada en el ADN de la nación que nos lleva a repetir eternamente los ciclos de nuestra tragedia.

Esa lectura fatalista propia de quienes han usufructuado el poder desde siempre en Colombia, resulta de la dificultad de construir una noción de lo público, lo común y el sentido del beneficio colectivo, que permita algún día asumir que en el relato de nación amplios sectores, de hecho la mayoría, estén por fin incluidos y representados. Es como decir que en el imaginario de la nación se logró una idea compartida de lo grandiosa, bella, diversa, rica, fértil de nuestra geografía, pero que no se logra configurar como un lugar de todos y para todos, sino de quienes han triunfado en disputas alentadas por élites económicas, maestros de la mezquindad que nunca miden sus consecuencias frente al drama de las victimizaciones y menos aún a las implicaciones de no propiciar un referente de lo común en la nación.

Ello ha sido así durante todo el curso de nuestra vida republicana. Las guerras del siglo XIX enfrentaron a facciones de élites contra otras, las cuales cooptaron el poder político para asegurar sus propios intereses. No es casual que esas disputas sean recordadas a partir de alusiones que derivan en la descripción de sus actores principales como “los señores”, “los supremos”, los pudientes, entre otros; es por ello que en gran medida la noción de “pueblo” no apareció entonces ni lo haría hasta bien entrado el siglo XX, como entidad social con agencia política, surgiendo adosado a la gesta y el discurso de Jorge Eliecer Gaitán.

Para colmo, como resultado de La Violencia, que nos heredó a un dictador “popular” celebrado por muchos desde el pueblo llano porque al menos era una figura diferente que parecía preocuparse por las necesidades inmediatas de los de abajo, aunque tan solo representara un juguete para las niñas y niños en tiempos de aguinaldo y unas reformas mínimas eternamente postergadas; salimos de tal guerra con el acuerdo de las élites de siempre quienes pactaron turnarse mecánicamente el poder creyendo que la estructura social, más parecida a la de una monarquía, les daría el margen para continuar con su viejo modelo y de paso excluir a ese pueblo que pugnaba por aparecer.

Pero el mundo había cambiado y nuestra posguerra de la Violencia compartió tiempos con la posguerra mundial que nos abrazó desde el gélido y bélico regazo de la guerra fría, y fue así como permanecimos empantanados entre violencias y guerras sin descanso, porque si el pueblo no es componte determinante de la nación, resulta imposible que la paz pueda aclimatarse.

Seis décadas tuvieron que transcurrir para que se realizara un pacto social y ciudadano como fue la Constitución de 1991 y su promesa de apertura e inclusión, construcción de la democracia real y sobre todo “apertura democrática” que brindara oportunidades y garantías a los excluidos de siempre. En el presente unas reformas básicas intentan introducir todo esto que hasta el momento han sido solo promesas. La reforma tributaria, el nuevo modelo de salud, la reforma laboral, la reforma agraria, la transformación significativa del ministerio de Cultura, la adecuación-transformación del modelo minero-energético, entre otros, no son más que algunos cambios obligados si se trata de hacer posible la Colombia prometida desde hace mucho y siempre aplazada o traicionada.

Si se mira bien, toda esta posibilidad no ha llegado solamente gracias al gobierno de un líder (Gustavo Petro) sino que es el acumulado de luchas y procesos de largo aliento encarnado por una gran variedad de actores sociales, políticos, académicos, culturales y comunitarios. Su concreción no será fácil, porque subsisten lógicas que nos anclan a ese pasado y presente lacerantemente narrado desde nuestra gran literatura; pero tal vez hoy vivimos la oportunidad de que esos relatos no discurran como siempre hacia los escenarios de los cataclismos y la disolución, sino que por fin podamos comenzar a construir y a reclamar nuestro lugar como pueblo que se encuentra para reinventarse después del conflicto y reclamar su “oportunidad sobre la tierra”.


Todas las columnas del autor en este enlace: https://alponiente.com/author/aarredondo/

Andrés Arredondo Restrepo

Antropólogo y Mg. Buscando alquimias entre Memoria, Paz y Derechos Humanos.

Comentar

Clic aquí para comentar

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.