Termina un año que puso en primer plano todas las carencias humanas; carencias que, si bien no son novedosas, dejaron de ser invisibles para todos. El humano solo se construye a sí mismo desde la colectividad, es decir, nos necesitamos unos a otros para poder sobrevivir como especie, pero más allá de argumentos biologistas, es importante resaltar que los procesos democráticos necesitan del contacto humano para hilar el tejido social, generar crítica y movilizarse en torno a las circunstancias que llegan con el devenir. Esa posibilidad nos fue arrebatada desde marzo con la llegada del Covid -19 y las interminables cuarentenas. El contacto humano desapareció, pero ni el hambre, ni la pobreza extrema, ni las violencias, ni las masacres, ni los asesinatos de líderes sociales, ni el abuso policial, ni la corrupción lo hicieron.
El 2020 no sacó a relucir nuevas brechas sociales, ni nuevas dinámicas violentas, agudizó las que durante décadas han habitado silenciosamente en nuestro país. Colombia, la de los trapos rojos, la hiper centrada, la ingobernable, la inculta, tan llena de contradicciones, con la fe puesta en falsos profetas que se creen dueños de la verdad, los mismos que llevan 20 años “salvando la patria” atornillándose en el poder y burlándose en la cara de los trabajadores decentes y laboriosos.
Mientras el pueblo moría de hambre y de soledad en las calles; mientras los hospitales coparon su capacidad y el personal de salud se doblaba en turnos para poder atender la emergencia; mientras se perdían miles de empleos por la quiebra de los pequeños y medianos empresarios; mientras miles de mujeres quedaron encerradas en sus casas con sus agresores; mientras miles de niños, niñas y jóvenes interrumpieron su educación por no tener acceso a la virtualidad; mientras la policía asesinaba a Javier Ordoñez; mientras el pueblo enardecido salió en medio de una pandemia a exigir justicia, el gobierno financiaba a los grandes grupos empresariales, a los banqueros; se negaban a otorgar una renta básica a los más vulnerables, la matrícula cero a sus estudiantes; vimos a nuestro jefe de estado disfrazado de policía como para reafirmar su propia mezquindad y cerramos con las cortinas de humo de la subida irrisoria del salario mínimo. Claramente no estamos en la tierra de las oportunidades, sino en la del “porque toca” y esa resignación deberá transformarse algún día, en un espíritu vindicativo que nos permita narrar una historia distinta.
Colombia es el país de los sofismas y las burbujas que solo lograremos destruir con una ciudadanía crítica, consciente de sí misma, que deje a un lado la actitud servil y se haga cargo de su propio destino.
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