Por estos días de inicios de febrero, la ciudad florece en sus búcaros de tronco rasposo, en sus cantados cámbulos y en los tulipanes africanos. Es un estallido roji-anaranjado, que agrada y seduce. Fulgura a orillas del poco cantado río Aburrá, y por la unidad deportiva Atanasio Girardot, y en las vegas de Bello, antes pobladas de cañabravales y por el parque Norte. Hay tapices de flores muertas en el piso-cementerio, en el cemento escondido entre pétalos marchitos. Y una fragancia de días lejanos se esparce por el recuerdo.
Había un tulipán o miona, en tiempos azules de escuela, a la entrada del hoy desaparecido El Calvario, en Bello. Las campánulas nos servían de flauta mágica. O para saborear su dulzura de hormigas y huellas de abejas (“consentidas del vergel y el viento”). El árbol frondoso nos donaba pájaros y color. Junto al Ángel del Silencio, que coronaba un portón que a veces nos parecía un arco del triunfo, el tulipán regaba su constancia de vida. Recogíamos sus flores acuosas como una ofrenda a un dios desconocido, un regalo del viento y de soles nuevos.
Había un búcaro, de tronco áspero y poderoso, a orillas de la quebrada de El Hato. Sombreaba un balneario, que acogía en sus remansos las flores caídas. El charco, que los muchachos bautizaron con el nombre del árbol, ya no existe. Tampoco está el coloso de las lágrimas anaranjadas. La infancia se fue, sin aspavientos. Sin darnos cuenta. Hoy, el ángel sigue enhiesto, centinela de un edificio cultural con teatro al aire libre. No hay en esos contornos flores acampanadas. Ni hormigas. Ni abejas. Ni estaciones bíblicas que mostraban, en mármol desgastado por pedradas y orines, el martirio del Nazareno en su ascenso doloroso al Gólgota.
La ciudad (¿todavía vale decirle de la Eterna Primavera?) florece en los albores de febrero. Veo un niño que recoge flores muertas. No las prueba. Las echa en sus bolsillos y se va caminando, con la alegría en todo el cuerpo y la imaginación cantando sobre el cemento en el que yacen las flores del “cámbulo altanero”.
Vuelto a escribir en Medellín, el 5 de febrero de 2021
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