Chillido entre seis y siete

Aquí me di cuenta de que le tengo miedo a los murciélagos. El día que llegamos, abrí la puerta de la casa para entrar lo que habíamos bajado del camión del trasteo y dos murciélagos ingresaron por el techo descubierto, descendieron, le dieron una vuelta a la cocina y salieron por donde habían llegado. El mismo recorrido lo hicieron dos veces en segundos y yo me quedé estupefacto, con una presión en el pecho.

Los animales llegaban a diario entre 6:00 p.m. y 7:00 p.m. Unos rayos de sol agonizaban y las estrellas iban mostrándose con timidez. Durante ese cortísimo y bello espectáculo, veía pasar al primer murciélago a unos escasos centímetros de mi cabeza o de mis hombros en dirección a la cocina, sobrevolarla y luego salir. Los primeros días me armaba de valentía, tomaba una escoba y perseguía al animal para que saliera. Con el paso de las semanas, comencé a ser más consciente del aumento de mis pulsaciones, la dificultad para respirar, los escalofríos y el adormecimiento en mis piernas: fui consciente del miedo. Miedo en su expresión sutil, sorpresiva, cruel. Lo confirmé cuando una noche, a punto de salir de mi habitación, vi que un murciélago iba directo a mi cara. Me agaché rapidísimo y me di la vuelta para ver que volaba en círculos por todo el cuarto. No pude pensar en nada más sino en tomar lo primero que encontrara y que me fuera útil para golpearlo, controlarlo en el suelo y después matarlo a pisotones. Para variar, encontré una escoba. La tomé y comencé a agitarla con fuerza en el aire, intentando golpearlo, pero esquivaba mis agresiones con una habilidad increíble. Estrellé la escoba sobre varias superficies sin saber del todo cuáles. En medio de mi acto iracundo, producido por el miedo, oí el quiebre de algún adorno, el plástico de la escoba impactando algo robusto, el sonido del artefacto cortando el viento, hasta que el murciélago salió ileso por la puerta del cuarto. Yo, en cambio, agitado, tembloroso y con náuseas, después de haber librado una de las batallas más ridículas de mi vida.

Pero no lo dejé así: bajé corriendo las escaleras y le grité a Mariana para que también se armara de una escoba y esperara conmigo la llegada de ese desgraciado que se largó como si nada. María entró a la casa esa noche y nos encontró frente a la cocina, listos para mandar al carajo a ese animal de un escobazo. Nos miró con extrañeza y preguntó qué pasaba. Le dije, con un hilo de voz, que un murciélago había entrado a nuestra habitación, sobrevolado nuestra cama y luego salió, que eso no podía ser, teníamos que eliminar esa plaga, es que donde lo agarre lo mato al desgraciado y bajen más bien esas escobas y subamos a ver qué pasó, dijo María. Entró al cuarto e  hizo un inventario de los daños: una de las calaveritas mexicanas que adornaba una de nuestras mesas, rota; los pieceros y la cabecera de la cama, resquebrajados; y la pantalla del televisor, con una mancha del tamaño de la huella de un dedo pulgar, que al prenderlo resultó ser un golpe. Proyectaba imágenes en sus tres cuartas partes hasta que con el paso de las semanas la pantalla se fue oscureciendo y no volvió a encenderse. Nos quedamos sin televisor.

Siempre trataba de cubrir los espacios entre los barrotes de los balcones de la habitación y el suelo con bolsas llenas de ropa, cojines y un par de maletas. Creía que por esos pequeños espacios, que las persianas de madera no alcanzaban a cubrir, podía entrar un murciélago en cualquier momento. Fueron varias las noches en las que me desvelé por imaginar la repentina llegada del animal y verlo volar hacia mí. Sentía escalofríos… Y de hecho aún lo pienso en la habitación de la nueva casa, donde hay un respiradero en la parte superior de la pared que da justo a los pieceros de mi cama y está desprovisto de angeo. Y en esta casa he visto volar a unos enormes y llegan por montón a comer los frutos del jardín.

«Es decir, la idea de que la luna se le caiga encima se ha convertido en un pensamiento obsesivo», me dijo el doctor Díaz-Granados cuando lo visité uno de esos viernes en los que yo llegaba a las 6:00 p.m., entraba en su consultorio escasamente iluminado por una lámpara de mesa, me sentaba en su enorme sofá y él se acomodaba en su sillón con esa cara tan parecida a la de Freud para escuchar lo que yo tenía que decirle en una hora. «Sí. – le contesté – No puedo mirar al cielo en las noches… Se me cierra la tráquea, es imposible respirar, me sudan las manos y me da un dolor de cabeza insoportable. Muchas veces me dan náuseas también». Él me miró fijamente, esbozando una sonrisa.

La luna que se me cae encima, la amenaza, el vértigo, el miedo, la obsesión, la noche, el primer chillido cuando el cielo oscurece, uno de ellos volando a una velocidad que me resulta absurda, una posible cercanía, su violación a mi espacio, a mí intimidad, al orden: mi vida supeditada a ideas recurrentes y prisioneras.

«¿Cómo es la relación con tu papá?», me preguntó Katherine la noche previa a su clase de yoga. María y yo la habíamos invitado para que dictara unas sesiones en nuestra casa. Haría una en el patio y otra en la piscina. Le había explicado lo del bloqueo en la rama izquierda de mi corazón y de lo que he tenido que padecer por eso. «Muy buena», le contesté. «¿Y la relación con tu mamá?». Mi mamá… «Pésima», le dije. Suspiré. Hubo un silencio con la prolongación suficiente para hacerse incómodo. «¿Y con tu abuelita?». La mamá de mi mamá fue amorosa conmigo, pero no soporté nunca su conservadurismo, sus comentarios racistas (sobre todo hacia los negros) y ese papel de víctima que a veces desempeñaba tan bien para llamar la atención de todos, tal como lo hace mi mamá, y eso que me dijo en Medellín… Eso que todavía, años después, sigue resonando.

«Tal vez ese sueño significa que no quiere estar ahí». Me estremecí al escuchar la afirmación del doctor Díaz-Granados. Su interpretación de mi sueño no era nada descabellada: resbalaba por el suelo irregular de una sala, sentado en una batea que me servía de barca en una travesía de paisajes compuestos por adornos dentro de bifés cóncavos, de cuadros oblicuos, de sofás amorfos. Terminé al interior de eso que adiviné como un enorme cuarto de estudio, iluminado únicamente por una lámpara de mesa de la que emanaba una luz amarilla, y en cuyo escritorio se encontraba una mujer dormida con la frente apoyada en sus brazos cruzados. La batea se detuvo frente a ella. Quise correr cuando se incorporó y su hermoso rostro se transformó en el de una mujer putrefacta, monstruosa, que me gritaba no sé qué cosas que me hicieron proyectar un alarido y quedar sentado de sopetón en mi cama en plena madrugada. «Puede que para usted represente un monstruo con el que no quiere estar», me dijo el doctor.

«Creo que tienes problemas con la forma en la que te relacionas con las mujeres de tu familia y por eso, tal vez, tu divorcio. No sé, yo de ti revisaría muy bien qué ocurre», comentó Katherine. Yo no sabía cómo revisar nada ni de dónde partir. Y con esa incertidumbre, me fui a dormir esa noche.

Al día siguiente, vi la clase de yoga terapéutico, mientras preparaba el refrigerio para los asistentes. Me dieron ganas de participar en la clase dentro de la piscina y María me incitó a hacerlo, porque eso le iba a caer bien a mi corazón, según ella.

Todos nos metimos al agua y tomamos nuestros lugares. Katherine nos invitó a juntar las palmas de nuestras manos y llevarlas al pecho, como haciendo una plegaria. «Pongan una intención en esta clase», dijo. «Vencer el miedo», pensé. Y me lo repetí varias veces. «Voy a vencer el miedo».

Cuando pequeño estuve unos días en clase de natación. Aprendí a flotar, a hundirme y dar botes, a dar brazadas, pero no pude continuar por problemas económicos en mi casa. Y no recuerdo en qué momento también me dio miedo meterme a una piscina. No creo que haya iniciado cuando una ola inmensa me revolcó a mis seis años en Cartagena y me hizo terminar en la orilla. Eso hasta me pareció divertido, en medio de la angustia de estar desubicado por la zarandeada y de no saber si iba a salir de ese embrollo, pero terminé vivo y boca arriba en la arena. Lo que sí sé es que fue antes de que mi tío Rember me alzara en hombros en ese paseo a Melgar y se metiera conmigo a la piscina. Creo que él me vio asustado y fue el único que me cargó para pasear conmigo dentro del agua y jugar a hundirse, pero yo tenía la seguridad de estar con él. Unos pocos años después, no me cargó más en sus hombros, ni tuvimos ratos para dibujar juntos o ver televisión: el sida me quitó todo el tiempo que pude haber pasado con él.

Katherine daba las instrucciones y nos mostraba, fuera del agua, las posiciones que debíamos hacer. Lo de tratar de fluir como el agua se me dio muy bien: mantuve el equilibrio en puntas de pies, la pelvis adentro, los glúteos abajo, los brazos elevados y los hombros abajo; puse las puntas de los pies en una de las paredes de la piscina, me sujeté del borde, di un paso largo hacia atrás, dejé las piernas extendidas lo que más pude (que fue bastante), alineé las caderas, solté una mano del borde y comencé a mover el brazo dentro del agua, como acariciándola, invitándola con ternura a ceder para hacer pequeños oleajes. Floté libre boca abajo, «como buñuelo», según Katherine; aguanté la respiración, me hundí y comencé a soltarla hasta quedar sentado casi un minuto en el suelo de la piscina. Todo lo hice y sentí que estuvo bien. Fluí.

Luego Katherine indicó el último ejercicio: sujetarse con las piernas del borde de la piscina, hundir el tronco en el agua hasta que la espalda tocara la pared y quedarse en esa posición invertida todo lo que pudiéramos aguantar. Sentí vértigo con la sola explicación y de pensar en la posibilidad de hacerlo. Ignoré el vacío en el pecho y me concentré en mi intención para la clase: «voy a vencer el miedo». Me sujeté con las piernas en el borde de la piscina y miré al cielo un momento. Me quedé pensando en que nada malo pasaría, iba a ser un ejercicio divertido, disfrutaría algo que nunca había hecho. Tomé todo el aire que pude, me tapé la nariz y comencé a hundir mi tronco lentamente. Me dejé ir y sentí cómo el agua me recibía con nobleza. Oí el pitido sordo de estar inmerso en la profundidad. Noté, con la liviandad y precipitación de mi cuerpo, que todo estaba dando una vuelta lenta. Mi espalda tocó la pared. El mundo, tal como lo percibo, quedó al revés. No sentí ninguna carga sobre mí. No pensé si por fin me habían pagado, qué iba a hacer para saldar las cuentas pendientes, si con las clases íbamos a tener ganancias significativas, si a la gente le gusta o no lo que hacemos, lo que fue o no fue, lo que pudo haber sido, las decisiones que tomé, los arrepentimientos, los reproches, los rencores, los abandonos y las heridas. Tampoco oí esas voces que en cualquier instante aparecen: «No puedes ser como tú papá», me dijo mientras se limpiaba la boca con una servilleta, después de haber comido una golosina que había dejado mi tío sobre la mesa.

Inmerso, sentí que el tiempo se detuvo. Tener mi mundo invertido me llenó de regocijo y de una tranquilidad que no recuerdo haber sentido antes. Podría quedarme eternamente colgado en esa posición, como murciélago.

Felipe Lozano

Felipe Lozano es comunicador social de la Pontificia Universidad Javeriana, especializado en producción radiofónica. Durante catorce años de carrera, se ha desempeñado como presentador, locutor, periodista, asesor de comunicaciones, docente universitario, conferencista y tallerista. Ha trabajado en medios de comunicación como Radio Nacional de Colombia, Javeriana Estéreo, HJCK, la Súper Estación y El Tiempo. Estuvo vinculado al desarrollo de objetos virtuales de aprendizaje en la Universidad Nacional Abierta y a Distancia (UNAD) y trabajó en entidades como la Orquesta Filarmónica de Bogotá, el Museo Nacional de Colombia y el Programa Fortalecimiento de Museos. Ha sido ganador de las convocatorias de cuento corto '66 días de dibujos' y Microcuento.es. Actualmente, es el director de la Casa Museo Alfonso López Pumarejo en Honda (Tolima).