Había desistido de mis viajes en mi velero, decidí salir a caminar como la gente corriente en una ciudad poco corriente. Me fui por ahí, sin mirar nada más que mis mocasines golpeando piedras en la calle, entonces quise alzar la vista. No había nadie, nadie en la avenida, se trataba de mí en costanillas infinitamente solas.
Corrí cuadra por cuadra, barrio por barrio, me perdí en laberintos de concreto y llamé a gritos de auxilios pero la ensordecedora mudez de esta ciudad me caló hasta los huesos; estaba inequívocamente solo. Pensaba en las chicas y en ti, me hacían compañía en el silencio de la urbe, fue ahí cuando percheros salieron de sus casas, figuras antropomorfas con afán de laburar, y al verlos sentí nostalgia, me hicieron sentir más desamparo y más destierro de mí mismo.
Y es que entendemos la soledad, paradójicamente, cuando alzamos la vista y nos damos cuenta de que hay más como nosotros, masas deformes con ojos, piernas, brazos, hígado, pulmones y cigarrillos; entonces emprendemos una carrera a contrarreloj por encontrar nuestra otra mitad, como si desde nacer nos partieran en dos, buscamos otros ojos en qué reflejarnos, otros brazos y otros labios en los cuales reposar miedos y borracheras, y al no hallar nuestra media naranja o nuestro cuarto de mandarina, y al no sentirnos reflejados en los pensamientos de nadie, dudamos, nos cuestionamos, nos encerramos y empezamos a configurarnos ¡Cómo cuesta entender ese animal perverso y extraño que es el ‘otro’! ¡Cómo es de despreciable el ‘otro’ porque visualizamos nuestros defectos con su paraguas! ¡Otredad perversa, espejo infalible! Pero yo… yo te encontré a vos, o vos a mi, qué sé yo, entonces el universo del ‘yo’, se paralizó, masa de tiempo y argamasa de memoria se contuvieron en un respiro, en un suspiro, entonces todo cobró sentido. Pero eras vos completa, no mitad ni cuarto, eras vos tan naranja y yo tan mandarina.
Y todo fue así, besos de pan caliente, milicos danzando al son de los caídos en Malvinas, una mujer que aseguraba haber amado en carne y prosa a Martín Fierro, dos linyeras recitando poemas andaluces y a los diputados de la desgracia en las dunas del Kalahari. Todo el sentido del sinsentido estaba pintado en tus cabellos y en las curvas de tu sonrisa, en este amor sin cafeína… todo fue así, todo tan hermoso, tan doloroso.
Pero ni vos ni yo contábamos con que fuéramos un par de idiotas jugando a querernos en el invierno sureño, jugando a desdoblarnos y perder la identidad, ese ‘yo’ preciado y ese ‘vos’ que tanto amo… un par de extraños, de desconocidos con un pasado en común, entonces surgió la distancia, y heme aquí, añorando perderme en tu cuerpo hecho de puesta de sol y versos de aire.
Y es que es difícil recordar que todos guardamos miedos, rencores y tratados de ergomanina bajo la almohada o detrás de la heladera, entonces cobra sentido eso de que es tan violeta la ignorancia.
Hablo como quien habla del río de la Plata o del mar de tus lágrimas, como quien sueña lírica ambulante y tatuajes de sal, pero créeme querida, es la náusea de tu ausencia lo que dilata esta herida en mi pecho, y llena de palabras perdidas mis tres bocas anacrónicas y sin acentos; hablo realmente de eso, de un espacio vacío en la pared, del rincón en una habitación, de un montón de baba, de chiribitas a media luz y de un tango a bandoneón partido. De eso hablo. De una ciudad sola llena de gente.
Entonces sin saber que hacer en una ciudad llena de soledades, emprendí la lectura de la pavesa de las calles. Hablaban del mariscal Tito, del sacro Imperio Romano Germánico, de dos guerras, de París (¡Ay mi Maga!), de los ingleses, de los españoles, del lunfardo, del caos… caos total, totalidad del caos, totalidad caótica, caos de un gato, caos de vos, ausencia de vos. Todo en la ciudad me habla de vos.
Y esta ausencia de vos, esta herida de vos, esta murria de vos, me parte las palabras, me agrieta los pasos y acorta los intervalos entre minutos, entre horas, días y semanas, hace que el tiempo sea espeso y mis manos al escribirte, lerdas. Esta agonía de vos, hace que me infle de recuerdos y helio, que me drogue con memorias y anfetas, que me deshaga en colores o en hilo. Mi vida, de recuerdos no se vive en esta urbe prosaica y temo olvidarte en la próxima esquina, temo que en los labios de alguna mesalina abandone yo el perfume de tu cuerpo… temo verte después de tanto tiempo y no conocerte, de no conocerme, de pensar que tal vez nunca nos conocimos… ni a nosotros mismos.
Quiero cubrir tu imagen con mescolanza de nostalgias para darle un aire sepia a este loco berretín, quiero preservar tu mirada después del cielo y antes del infierno, quiero hacer tu sonrisa con piedritas y soldaditos de plomo… tan solo quiero no olvidar, no deshacerte en mi olvido pálido. Quiero saber que fuiste tú y siempre has sido tú.
Querida mía, ojalá este furor de palabras reviva besos y crisantemos, quiero decir, ojalá te quemen la memoria y en su quemadura me quede yo anclado como tinta al epistolario, como mi beso en tu beso, como mi sexo en tu sexo, como lágrima en la tristeza y en la alegría o en un vaso con agua. Te quiero.
[…] Cartas a Adela – Decimoprimera carta (11/20) » Al Poniente Al Poniente Source link […]