A un admirador de las letras y amante del amor.
A veces me gusta pensar que te divertías jugando con los oficios y que te regocijabas al ponerte la ropa de un pintor o la de un periodista. Sin embargo, a pesar de los juegos y los disfraces, el poeta que eras nunca se dejaba opacar por otros quehaceres y aunque comentarista, los versos sentimentales y la lírica alcanzaban a traspasar las páginas de los periódicos en los que escribías.
Muchos dirían que el periodismo y la poesía no tienen nada en común, pero tú lograste encontrar ese elemento que hacía de las elegías un hecho noticioso: el hombre. El hombre y su entorno, sus pasiones, sus sentimientos, anhelos, tristezas y alegrías. Y fue ese mismo hombre quien cada día, llenaba el buzón de tu casa con epístolas provenientes de lugares extraños y desconocidos, pero, principalmente, lugares donde no reinaban tus musas preferidas: la libertad, la esperanza y el amor. Tu oficio poético-periodístico llevó la alegría y el color a esos individuos invadidos por la tristeza, por la desesperación, por el desasosiego y la monotonía, ya que el poder de tus palabras era tal, que estas lograban escaparse de las hojas de un diario para abrazar al lector que necesitaba apoyo y consolar a quien medía sus días en lágrimas.
En todas tus columnas periodísticas podemos evidenciar que más que un escritor, también eras un ciudadano, un ser humano cálido que no toleraba las injusticias ni mucho menos soportaba el peso que otros debían cargar por culpa de las desigualdades. Con una palabra, te convertías en el amigo, el hermano, el consejero o simplemente en el ilustrador de todas las realidades humanas, sin importar si estas eran oscuras o de mil colores
Nunca te cansabas de expresar lo orgulloso que te sentías de ser colombiano y tal vez, es por eso, que muchas de tus hojas periodísticas estaban impregnadas de una clase de nacionalismo que muchos llegarían a considerar utópico. Estabas tan arraigado a tu tierra que siempre hablabas de esa patria soñada, esa “que construya ella sola y con sus propios materiales su destino y su historia, que repudie paternidades de sospechosa procedencia y que rechace la codicia de los imperialismos”. En todos tus textos lograbas que el amor a nuestra nación le cogiera la mano a la fraternidad, pero, ante todo, se te era muy sencillo imaginar al nacionalismo abrazando a la paz, esa misma que te hizo escribir uno de los poemas más grandiosos y bonitos en la historia de las letras antioqueñas, un poema que traspasó las fronteras y logró que en Berlín te reconocieran como un amigo de la amistad y un hermano de la unión, un poema que hizo que el mundo se uniera en una Plegaria desde América.
Pero ese amor desmesurado por tu patria no hacía que te olvidaras que Colombia es un pequeño punto en el panorama internacional y que como este, al otro lado de nuestras fronteras también había países que se desangraban y que sufrían con cada día que pasaba. Desde tu máquina de escribir en la nación del café, retrataste las luchas de patrias hermanas como El Salvador, “la lucha de un pueblo sojuzgado, insurrecto y valiente, contra las minorías privilegiadas y soberbias (…)”; nos mostraste que con un papel y un lápiz, podíamos viajar a regiones lejanas y extender los brazos en un gesto de hermandad que superaba cualquier límite territorial y no se percataba de las divisiones políticas señaladas en los atlas.
Sin embargo, lo más maravilloso de todo tu legado periodístico y literario, es que lograbas ver la grandeza de las cosas pequeñas e hiciste que lo más mundano fuera exaltado con vastos honores. Ávido de realidad, más que representarla, evitaste trivializarla, evitaste que la monotonía se presentara en tu obra e hiciste que cada ser, por más pequeño que fuese, se sintiera enorme al punto de creerse la pieza más importante de todo el universo. “Cosas elementales”, como tú las llamabas, cosas que desde el punto de vista de los seres con mente cuadriculada y estática son banales, para ti eran grandes fuentes de sentimientos y merecían ser enaltecidas; de una piedra extraías un mundo de hierro y al vuelo de los pájaros le atribuías la labor de limpiar los cielos después de una monumental tormenta, alabaste el oficio de los barrenderos, quienes “acarician las calles como si estas fueran esposas”; de los ascensoristas, “que nos enseñan a hacer de cada derrota, de cada descenso, un nuevo impulso, un nuevo deseo de ascender”; de los celadores, “que se enfrentan a la noche sin vacilar”, y con esto nos demostraste que no importa qué tan diminuto se sea, siempre, con pequeñas acciones, podemos lograr grandes cambios y que, en el perfecto orden del cosmos y el universo, no existen las nimiedades.
Tu afán por mostrar una realidad mágica hizo que las personas, sin importar su condición, vieran que el mundo es mucho más maravilloso, misterioso y exultante que como este mismo se presenta ante nuestros ojos.
Pero, a pesar de todas estas alabanzas que hago a tu genialidad, tu tierra te ha olvidado, y por eso, te pido perdón.
Naciste el mismo día que Antioquia logró soltar sus cadenas del yugo opresor y tal vez es eso lo que siempre te tuvo arraigado a sus montañas y a sus verdes prados. Escribías en Antioquia, para Antioquia y por Antioquia, y aun así, estos montes, en su soberbia y afán de modernización, se olvidaron de esas manos que pulsaban con amor cada tecla de su máquina de escribir para profesar todas las cualidades y virtudes que caminaban sonrientes por las calles de Medellín, de Rionegro o de tu amado Carmen de Viboral.
Ese monstruo llamado “indiferencia” hizo que tus letras quedaran guardadas en remotos rincones de las bibliotecas y logró que el hambre de progreso aplastara a la poesía, quien pasó a ser una habitante más del famoso “baúl de los recuerdos”. Así que, gran maestro, perdón por la indiferencia de la tierra que te vio nacer y a la que le dedicaste tus mayores elegías, perdón por dejar que tus textos se llenen de polvo a la vista indolente de quienes no ven a la literatura como su estilo de vida, perdón por no publicar esos textos que tanto bien le harían a la salud un país tan lastimado y enfermo como Colombia.
No obstante, estas letras no son únicamente para arrepentirme por ser cómplice silenciosa de ese olvido en el que has caído, el objetivo de esta carta que hoy te escribo es para darte las gracias porque es sorprendente lo que una persona poseedora de lápiz, papel y sentimientos puede lograr.
Tú lograste acompañarme en mis soledades, lograste que me diera cuenta de la importancia que un libro tiene en la sociedad y, sobre todo, fuiste la persona que me hizo entender cuáles son mis pasiones.
Además, te doy las gracias por el texto que hizo que yo amara la vida y me sintiera orgullosa del destino que yo misma decidí tomar, el destino del periodismo: “He aquí lo que comprende (el periodista): que debe solidarizarse con la causa de la familia humana, antes que con cualquier otra causa. Que debe compartir los sufrimientos y las alegrías de todos los pueblos, sin tener en cuenta los requerimientos de ningún sectarismo. Que su salario, por grande que sea, o llegue a ser, será siempre inferior a su devoción por la libertad y la independencia de su espíritu. Que debe devolver a las palabras su contenido humano y dar a los acontecimientos locales, hasta donde sea posible, categoría universal. Muchas más cosas sabe el periodista verdadero y reconoce sin dificultad: que en el periódico se debe reflejar el mundo, tal como es, y no como conviene a determinados intereses. Que la patria suspira por renacer todos los días en las páginas de los diarios, y ofrecer a sus hijos, con gesto maternal, la totalidad de sus frutos y de sus esperanzas”.
Gracias por exaltar a cada persona, por demostrar que la naturaleza hace parte del hombre y debe ser respetada, porque pudiste crear grades textos literarios sin la necesidad de utilizar un lenguaje altivo, porque cada poema tuyo, hace que ame más el país donde nací, gracias por esa mirada serena y tranquila que reflejaba la importancia de apreciar la vida por encima de todas las cosas, la mirada de un viajero ligero de equipaje que estimaba más los momentos y se ocupaba primero de crear gratos recuerdos antes que conseguir objetos suntuosos que solo hacían del paso por la vida una experiencia pesada y fatigosa.
Igualmente, y ante todo, te doy las gracias, por hacer posible mi existencia, por darme la sangre que corre por mis venas. Gracias, abuelo; gracias, maestro Carlos Castro Saavedra, por escogerme.