“Me enseñaste que todo tiene una razón de ser y que, aunque a veces parezca que el mundo conspira en nuestra contra, siempre hay una luz esperándonos al final del túnel. Y cuando eso pasa, cierro los ojos y vuelvo a tus palabras: ‘Arranque a hacer las tareas de hoy, porque mañana no se sabe si vamos a estar aquí’. Así que respiro profundo, abrazo esas emociones, digo ‘esto es lo que hay’, me levanto y sigo adelante”
Querido Salvador,
Han pasado ya 12 años desde que te fuiste del todo, y aunque el mundo sigue, hay cosas que nunca cambian. Pero aprovechando tu visita cada año, te cuento que por aquí todo ha evolucionado, pero hay algo que permanece y permanecerá intacto: las celebraciones del 12 de marzo. Siempre son agridulces, una mezcla de sonrisas y lágrimas, de nostalgia y gratitud. Es un día donde el tiempo parece detenerse, donde tu recuerdo se hace más fuerte y donde siempre hay una excusa para hablar de ti, para brindarte un pensamiento o una palabra.
Quiero confesarte algo, aún no me he aprendido los números de los buses para ir al centro. Sí, lo sé, seguro estarás riéndote de mí ahora mismo. Tampoco he aprendido a manejar ciertas situaciones de la vida con la maestría que me gustaría. A veces me enfrento a desafíos que me hacen sentir como si estuviera en un mar agitado, sin rumbo. Pero entonces recuerdo lo que siempre me decías: «Mija, hay que aprender de las maduras». Y por supuesto que sí, la vida es un aprendizaje sin fin, un camino donde a veces nos perdemos para encontrarnos de nuevo.
Cada año, en marzo, algo en el ambiente cambia. Es como si el universo me recordara que en esta época las emociones se mueven con más fuerza. Hay días en los que siento que todo lo que he construido se tambalea, como un castillo de arena frente a la marea. Pero cuando eso pasa, cierro los ojos y vuelvo a tus palabras: «Arranque a hacer las tareas de hoy, porque mañana no se sabe si vamos a estar aquí». Y entonces respiro profundo, abrazo esas emociones, digo “esto es lo que hay”, me levanto y sigo adelante.
He aprendido tanto de ti, Salvador (sin exagerar), fuiste mi primer mentor, la primera persona que me enseñó sobre la vida sin siquiera proponérselo. Me enseñaste a vivir con la soledad sin miedo, a encontrar belleza incluso en los momentos más difíciles. Me enseñaste que todo tiene una razón de ser y que, aunque a veces parezca que el mundo conspira en nuestra contra, siempre hay una luz esperándonos al final del túnel. Y hablando de aprendizajes, quiero contarte algo que te haría sentir muy orgulloso. Conocí a personas increíbles que se han convertido en mis mentores, son lo ellos son los que aceptaron el reto de seguirme guiando. Son personas que me enseñan con su ejemplo, que me muestran nuevas formas de ver la vida, que me retan a ser mejor cada día. Aprendo de ellos no solo conocimientos, sino también valores, formas de liderazgo, maneras de servir y, sobre todo, cómo convertirme en la persona que quiero ser. Porque sí, Salvador, encontré mi propósito o eso creo. Y no podría estar más agradecida por eso. El propósito que estoy forjando en esta vida es servir a los demás, aportar lo mejor de mí para hacer del mundo un lugar más con más oportunidades y transformar realidades. Descubrí que cuando sirvo, cuando ayudo, cuando cuido, cuando comparto mis conocimientos y mi energía con los demás, es cuando realmente me siento plena. Es cuando siento que todo cobra sentido, que todas las dificultades y aprendizajes que he vivido tienen un propósito mayor. Y no estoy sola en este camino, porque tengo personas maravillosas a mi alrededor que me apoyan, que creen en mí, me regaña y que me levantan cuando siento que no puedo más. Son amigos, familia, mentores, compañeros de lucha que están ahí, recordándome que no todo debo hacerlo sola.
Ahora, antes de que emprendas otro viaje y vuelva a celebrarte, quiero que sepas algo más: mi vida va bien. Con cambios, anti bajos y tusas, sí, pero va bien. No quiero que te preocupes, porque sé que siempre te ibas con la pregunta en tus ojos: «¿Qué pasará con esta pelada?». Pues bien, aquí estoy, avanzando, aprendiendo, cayendo y levantándome. Y cada paso que doy, lo doy con la certeza de que tú estás orgulloso de mí. Y eso, querido, es la mayor felicidad que puedo sentir. Y antes de despedirme, déjame agradecerte, por duodécima vez, por todo lo que hiciste y por todo lo que sigues haciendo por mí, aunque estés lejos. Eres un ser de luz, un alma que brilla incluso en la distancia, porque sigues iluminando mi vida y recordándome por qué estoy aquí, eres el que me inspira a seguir cumpliendo aquella promesa que te hice: “ser alguien en la vida y lucharla para tener dignidad.” Créeme, Salvador, lo estoy forjando, aunque, lo estamos forjando juntos, porque cada paso que doy también es tuyo. Así que, prometo seguir recordándote, pues como dice Cancerbero, no se muere el que va, solo se mure el que se olvida. Y nunca, nunca olvides que eres el hombre de mi vida, que te amo hasta el infinito y más allá. Hasta el otro año, mi viejito, o hasta que el universo nos permita reencontrarnos otra vez.
Salvador Osorio.
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