En esta película brasileña, un perro callejero y un chef nos recuerdan que la vida duele, pero que en ese dolor compartido encontramos la única forma verdadera de trascender.
Pocas películas me han roto como Caramelo. Y uso la palabra “roto” con toda la intención, porque hay historias que no solo te conmueven, sino que te parten en pedazos para después reconstruirte de otra manera. Esta película brasileña de Netflix, dirigida por Diego Freitas, me llevó a un territorio que conozco bien. Ese lugar donde la enfermedad te obliga a repensar todo, donde cada día es una negociación con el cuerpo y donde descubres que la vida, más allá de dolorosa, es brutalmente hermosa. Hace más de un año que camino con una enfermedad autoinmune. Una de esas que te recuerdan, cada mañana, que el cuerpo es frágil y que el tiempo no es infinito. Y aunque no suelo hablar de esto, Caramelo me obligó a hacerlo. Porque su protagonista, Pedro, enfrenta ese mismo abismo que yo conozco, no la misma enfermedad, pero sí el mismo sentir. El diagnóstico que te cambia la vida, la incertidumbre médica, el miedo a no estar más. Pero sobre todo, el descubrimiento de que en medio del sufrimiento más profundo es donde aprendemos a amar sin condiciones.
La película no trae nada revolucionario en términos narrativos. Es la historia de siempre. Un hombre y su perro, la amistad inquebrantable, la despedida inevitable. Pero hay algo en la manera en que Caramelo cuenta esta historia que la vuelve distinta. Quizá sea esa idiosincrasia brasileña que menciona la crítica, esa mezcla de resistencia y cariño que encarna el perro mestizo color miel. O quizá sea que la película entiende algo fundamental. Cuando sufrimos, es fácil olvidar que hay otros sufriendo igual o más que nosotros. Y en ese olvido nos perdemos la oportunidad más valiosa de todas, la de conectar verdaderamente con el otro. Porque la única manera de trascender en el corazón y la vida de los demás no es a través de grandes gestos, sino compartiendo nuestras heridas con honestidad.
Me vi reflejado en cada escena donde Pedro lucha con su diagnóstico, pero más aún en esos momentos donde decide que, a pesar de todo, vale la pena seguir amando. Caramelo no juzga la enfermedad de Pedro, simplemente se queda. Y en ese quedarse hay más medicina que en cualquier tratamiento.
Si estás leyendo esto y también cargas con un dolor —sea físico, emocional o existencial— quiero que sepas algo, no estás solo. El destino no está escrito en piedra. Conozco personas con diagnósticos terminales que han vivido más de lo pronosticado, y otras aparentemente sanas que partieron de repente. La diferencia no está en los años que nos quedan, sino en cómo decidimos vivirlos. Y la única manera de dar ese salto de Fe, ese acto de valentía cotidiana, es confiando. Compartiendo el amor con los demás, incluso cuando duele. Especialmente cuando duele. Caramelo me recordó que en esta época donde todo parece diseñado para el individualismo y la supervivencia, lo revolucionario es la ternura. Que en un mundo que nos empuja a esconder nuestras fracturas, el acto más valiente es mostrarlas. Porque al final, como el perro mestizo de la película, todos somos una mezcla imperfecta de cicatrices y esperanza. Y es justo ahí, en esa imperfección compartida, donde encontramos la razón para seguir caminando.
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