Características y peligros del pensamiento científico

“…la belleza, la dignidad, la bondad y, especialmente, el amor, son las fuerzas universales que mantienen vivas y funcionales a las llamadas «fuerzas universales» que normalmente estudia la Física en sus libros técnicos”.


La Naturaleza -refirió Engels- es una categoría social. Diremos, abonando esta postura y ampliando el concepto, que la Naturaleza es un acuerdo cultural que define, con mayor o menor precisión, aquellas partes del Universo de las que no ha participado el Hombre. El límite es, por supuesto, algo muy ambiguo y no es de extrañar que, en los últimos tiempos, muchos teóricos prefieran hablar de fronteras conceptuales o sesgos culturales antes que de límites físicos precisos. Es que la frontera conceptual permite entender que esta distancia entre lo natural y lo cultural es algo que muda, necesariamente, con el tiempo.

Lo humano siempre es alguna clase de mixtura. La ciencia tradicional trató siempre de evitar esta condición, y lo hizo a través de definiciones (imposición de límites al objeto científico) y “comprobaciones”. Todo esto apuntando a la voluntad de identificar lo que se declamaba tras la observación sistemática con la respectiva correspondencia en el mundo exterior al Hombre y su discurso… y a eso se lo llamó “verdad”. Las cosas tenían que tener una sistematicidad propia y en relación con las exigencias materiales y energéticas -y sistémicas- del entorno… pero también un acople con nuestras formas de percibir el mundo… primero sin instrumental y luego a través de la aparatología que redujera todo a la escala de percepción del Hombre.

En todo esto había, sin embargo, un error que consistía en creer que las cosas eran efectivamente tal como las veíamos nosotros… Y todo esto bajo la pretensión de ser el pináculo de la evolución. Lo cual puede llegar a ser verdadero hasta cierto punto, pero, no obstante, hubo un abuso de tal pretensión: todo debía ser tal como la cultura de los dueños de los barcos que llevaban a los expedicionarios, creía que era. En pocas palabras: aquel que poseía el poder económico definía lo real. Y de esta manera, por ejemplo, la Teoría de la Evolución no era más que una especie de explicación acerca de cómo hizo la materia viva para evolucionar desde las formas más primitivas hasta llegar a los ingleses.

Pero poco a poco, la Teoría de la Información, la de Sistemas, la Teoría de la Comunicación y la Mecánica Cuántica comenzaron a minar la solidez de las “cosas”. El reconocer la participación del observador fue fundamental en esta progresiva disolución. Y esto ocurrió así porque comenzó la antropología cognitiva a aportar una idea de relativismo cultural que disolvía los límites precisos que necesitan los “dueños” de la verdad para “tener” la verdad y la razón: todos tenían participación en la verdad. El mundo exterior al Hombre no era ya exclusivamente el mundo que rodeaba a algún imperio europeo, en el marco del expansionismo de la segunda mitad del s. XIX, sino que ese “mundo exterior” era parte de una matriz operativa de la que cualquier Hombre, “poderoso” o “salvaje”, podía participar con igual valía. La observación era ya una cuestión de actividad del observador. No se trataba de una expectación de lo que pasaba frente a él, sino que él se convierte en gestor de lo que pasa. Y cada ser humano obedecía a un condicionamiento doble: su propio historial psicológico por un lado y la determinación de su condición cultural por el otro. El observador quedaba, por lo mismo, hundido tras una maraña orgánica de fuerzas constructivas de la percepción de la que no es dueño sino víctima. El asunto se torna peligroso en cuanto a nuestra relación con el otro, en cuanto creemos que nuestra percepción de lo real es larealidad a la que el prójimo debe ajustarse, ya se trate de un individuo o de todo un continente, por el hecho de que yo -el dueño de los barcos y de las armas- digo que debe ser así porque se trata de imponer el constructo mental que dice que mi percepción es la “verdadera verdad” de lo que tengo ante mí. Y es en esa trampa en la que había caído la ciencia. Y aunque todavía muchos científicos siguen operando bajo tal convicción, no pierde su vigencia la perspectiva de aquellos que sostienen la multiplicidad de observaciones que no cristalizan nunca en nada “objetivo”, en tanto que prescindente del observador y a la vez “posesionable” como “cosa”. Aunque es claro que le debemos la supervivencia como especie a esta estrategia de conducta, no es menos clara la necesidad de ajustarse a la idea de no poder tener cosas sino de formar parte -como individuo y como cultura- de cosas que no nos atan al deseo de la posesión sino que nos liberan a la libre fluctuación en un mundo siempre conjetural: los colores serán seis hasta que nos topemos con gente que vea más colores o con gente que vea menos colores: todo estará condicionado por preceptos psicolingüísticos. Nadie estará equivocado ni en lo cierto. Ya nadie puede ser dueño de la verdad porque cualquier cosa que afirmemos será verdad.

Las definiciones -la limitación en términos de “cosas”- son útiles en el marco del método científico: sin objeto científico no puede haber ciencia. Y se conseguirán más y mejores logros técnicos mediante esta estrategia y todos podemos beneficiarnos -y maravillarnos- de ella, pero la tecnología nunca es inteligente. Ni siquiera la llamada “inteligencia artificial” es inteligente. La materia es inerte y en relación a la inteligencia (en tanto que facultad de la mente viva para aprender, razonar, tomar decisiones y formarse una idea dada de lo real), la materia no viva es idiota: no participa de lo real en forma activa, del mismo modo en que los griegos llamaban “idiotas” a aquellos que no tomaban parte activa de la vida social sino que sólo se preocupaban de sus propios asuntos. Lo real, en este sentido, será construido en formas diferentes: un arco iris ya no será más uno sino que será una multitud siempre dispuesto a 90º del ojo de cada persona que lo vea. La posesión de las cosas simplifica el mundo y simplificar no es más que reducir su riqueza a la cosificación que nace de la ilusión de la posesión. Si las cosas son construidas libres por la libertad de los observadores, la posesión será imposible. Si no hay límites, no hay cosas sino pura libertad perceptiva. Esta forma de entender al mundo no sirve para fines científicos y tecnológicos, no sirve para consolidar alguna forma de “poder” sobre las cosas o “conquistar” territorios ambientales… pero resulta evidente que no sólo de la posesión se vive. Del mismo modo podemos decir que la belleza, la dignidad, la bondad y, especialmente, el amor, son las fuerzas universales que mantienen vivas y funcionales a las llamadas «fuerzas universales» que normalmente estudia la Física en sus libros técnicos.

El sólo considerar a las Fuerzas de la Física como organizadoras del Universo que habitamos, vuelve a este Universo en algo amoral, ya que ni el bien ni el mal están detrás de la realidad de la física y esto solo abre de par en par las puertas de la realidad al odio y a la muerte… Y esta amoralidad -esta ausencia de moral- es la principal causante del desajuste, vía ciencia y técnica, del Hombre con su entorno.

La posibilidad de que el amor sea una fuerza organizativa -y la experiencia normal del ser humano, así parece demostrarlo- le vuelve a dar al cosmos una dimensión sagrada que nos precave de los excesos del Hombre, su ciencia y su tecnología.

Horacio Ramírez

Poeta, artista plástico, ensayista, crítico de cine, dedicado al estudio de la Simbología Universal, mitología y religiones comparadas. Formado en el ámbito científico de la Ecología fue derivando hacia el arte, la investigación en teoría poética, literatura japonesa, filosofías religiosas occidentales y orientales.

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