“Colombia es un país desigual”, “Colombia es un país violento”, “Colombia es un país inequitativo”, son verdades y premisas ineludibles que por su naturaleza e implicaciones deberían colmar todos los debates políticos, económicos y sociales de nuestros tiempos… eso, al menos, si todavía tenemos la ambición de conseguir para nosotros mismos, para nuestra sociedad, para un futuro próspero.
En Colombia parece que todo pasara siempre, para que al final, todo quede igual. A través de mi breve ejercicio político, que en todo caso equivale a una reflexión política igualmente breve, ha ido tomando forma en mi mente una idea: solamente gracias a los pobres el capitalismo puede marchar a plenitud, solamente con el respaldo de los pobres la libertad puede tener lugar. Ser liberal –o de derecha–, en todo caso, ha tenido una carga emocional que parece implicar que solo es legítimo serlo si se es rico. “Un pobre de derecha” es, a ojos del mito izquierdista, una contradicción que únicamente puede explicarse por medio de la ignorancia.
Ciertamente de nuestros líderes pasados y presentes, muchos de ellos caracterizados –forzosa o voluntariamente– como de derechas, se puede criticar tanto como se les puede reconocer. No obstante, parece un hecho, asistimos a un cambio en los tiempos que requiere de nuestros mayores esfuerzos de adaptabilidad. Para poder ser testigos de la revolución que anhelamos, el camino implica, antes que nada, romper para siempre la correlación que aparentemente existe entre el creer en la libertad y tener dinero: la libertad no es para los que tienen dinero, la libertad es, antes que nada y que todo, para todos los seres humanos, sin que medie importancia su condición socioeconómica.
Es por tal razón que he insistido en tantas ocasiones en que la batalla por la libertad no es una batalla política, ni mucho menos económica. De nada nos sirve recitar números o dar discursos sino sembramos en los sujetos políticos una semilla ética. Cualquier victoria en el plano económico o en el plano electoral será siempre momentánea si es que no hemos convencido a nuestras sociedades de que el único camino justo es el camino de la libertad.
Tal convencimiento debe darse, antes que nada, en las clases económicas de menores ingresos. El camino para ello es demostrándoles, no solo a través del dogma o del discurso, sino a través de los hechos comprobables que, si es que todos contamos con las condiciones iniciales apropiadas, salir adelante no dependerá ni de las conexiones, ni del privilegio reservado a una élite despreciada y despreciable: dependerá del mérito y el esfuerzo individual. Esta es, de hecho, la misión de todo Gobierno liberal que pueda darse en nuestra América Latina.
Desmontar de una vez por todas el mito de que, exclusivamente, tiene valor ser libre si se cuenta con capital, como si la libertad tuviera como único fin la consecución de riqueza, es prioridad para los académicos y divulgadores liberales. Ser libre no es un asunto de clase: a fin de cuentas, si algo nos ha enseñado la historia es que el capitalismo –el libre mercado y los postulados liberales– si tiene beneficiarios, esos son los pobres.
Esta columna apareció por primera vez en nuestro medio aliado El Bastión.
Comentar