“Tanto trabajar, tanto sangrar, arrodillarse y subir y bajar sin parar el Monte Calvario para terminar uno por allá en una cajita devorado por gusanos, y que, en el mejor de los casos, se haga un busto de uno en una plaza municipal para que lo orinen borrachos e indigentes, y las palomas se vengan a cagar encima.”
“Padezco, pero medito”. El hombre nace con frío, desnudo y llorando, como alguna vez escuché decir. Tal parece cada óvulo, cada espermatozoide ha sido marcado en sus frentecitas amantes con el signo de la cruz, el de la tortura y el sufrimiento. Y así se va desarrollando el pequeño lagartico en el tibio mar del vientre materno, extendiendo de par en par brazos y piernas hasta abrirse paso a través de la oscura cueva y emerger de la oscuridad. He aquí el primer error y golpe de realidad del neonato, arrancado de la eterna sutileza de la inexistencia para ser arrojado al padecimiento, la brega incesante del querer y el poder, y la mortalidad invalidante de todo esfuerzo anterior. Tanto trabajar, tanto sangrar, arrodillarse y subir y bajar sin parar el Monte Calvario para terminar uno por allá en una cajita devorado por gusanos, y que, en el mejor de los casos, se haga un busto de uno en una plaza municipal para que lo orinen borrachos e indigentes, y las palomas se vengan a cagar encima.
Sin embargo, yace en el corazón de todo ser vivo un impulso inexplicable por continuar, seguir corriendo, seguir compitiendo hasta que el peso del mundo les termine por aplastar definitivamente. Richard Dawkins parece sugerirlo en uno de sus libros a través de la explicación del origen de lo que llamase “los replicadores”, unas moléculas de sencillas estructuras, pero con la excepcional capacidad de replicarse por sí solas. La imperfección de sus copias y la disputa por un lugar y unos recursos limitados dentro del caldo primigenio, impulsaron a la sofisticación en cuanto a estrategias y estructuras de estas moléculas, hasta la construcción de máquinas biológicas como las que habitamos. La lucha por permanecer nos es inherente y, aunque la muerte sea inevitable y la vida sea absurda per se, la tendencia de lo vivo es preservarse y multiplicarse. Así las cosas, luchar contra la muerte parece el mandato visceral, y el mandamiento canettiano del “No morirás” toma relevancia.
¿Y qué hace el animal humano arrancado hacia el impulso vital pero desgarrado por la conciencia del absurdo? El hombre se levanta del polvo y lo primero que ve es a su señor señalándole la tierra a donde volverá. Cabizbajo toma su azadón para arar unos campos que no le pertenecen y que se nutren lentamente de su sudor, sus lágrimas y su sangre derramada por gotas, lentamente drenando su alma mientras mira en todo y todos la falta de sentido intrínseco. Vuelve a la cabeza el que, según Camus, es el problema central de la filosofía: el suicidio. Vivir, sí, pero ¿para qué? ¿para continuar la lucha inacabable del animal? ¿para cumplir una lista de pendientes realizada por la cultura en la que es arrojado cada sujeto al nacer? ¿qué sentido se puede otorgar al vivir -o “viviendo”, así en gerundio- cuando la realidad carece de uno?
Hay que dejar las vanidades a un lado. La acumulación de conceptos, de fórmulas y demás conocimientos es, recordando al maestro Fernando González, mero acopio de joyas que a lo sumo embellecen al hombre, pero no sacia ni su sed ni su hambre. Una finalidad, un fundamento, así sea mentira, una de esas que se construyen sobre la arena y el viento las desgrana en el embate violento de un Dios callado y anhelante. Y es precisamente en este punto que encontramos la gran lección y tarea que deja el existencialismo: construir un sentido ante la falta de uno. Si el hombre asumiese esta tarea de manera consciente y libre, no es ni siquiera descabellado imaginarlo aún en las cavernas, apaciblemente viviendo y esperando con serenidad la lanza que en cualquier momento le atraviese el pecho y lo hunda en las insondables tinieblas.
Qué trágica, pero qué bella es la imagen del suicida pendiendo de su propia libertad. Es por esta decisión que el hombre es, en último término y en pleno ejercicio, libre, autónomo. Pero, es aún más sobrecogedor admirar a quien, con sus manos vueltas contra sí mismo, lanza el puñal lejos de sí, se levanta y enciende en sus ojos la chispa de la esperanza, por más mínima que sea. La lucha contra la muerte nuestra yace ahí, justamente en la certeza de que siempre algo puede suceder, siempre algo hay para hacer, por difícil o imprudente que parezca. De todas formas, para vivir hay unos cuantos años, meses, o incluso minutos, mientras que para estar muerto queda toda una eternidad ¿entonces qué afán?
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